José Antonio Ramos Sucre y la Venezuela del desarraigo: 1900-1935



Todo escritor es hijo de su época.
George Lukács.

Nacido en Cumaná el 9 de junio de 1890, José Antonio Ramos Sucre es una de las figuras literarias más descollantes de nuestra historia. Su figura, su vida, su obra, ha cultivado distintivas y numerosas especulaciones tanto históricas y literarias. Considerado como uno de los grandes poetas venezolanos del siglo XX, adelantándose callado y humildemente a las modas poéticas de su tiempo, Ramos Sucre y su poética va a dejar a las generaciones posteriores impávidos por su particular transitar por este mundo y por su sufrimiento. Autor de Trizas de Papel (1921), Sobre las huellas de Humbolt (1923), La Torre del Timón (1925), y los dos libros Las Formas del Fuego y El Ciclo del Esmalte en 1929, este maestro de la poesía en prosa, así como también docto de la concisión y de la síntesis del lenguaje, va a estar llamado al padecimiento físico sufragado por su insaciable sed de conocimiento y condicionado irremediablemente a la soledad y a la muerte.
Parece inevitable comenzar nuestro acercamiento a la vida de este poeta sin referirnos tanto al tiempo como al espacio que le tocó en suerte vivir. En efecto, la vida de José Antonio Ramos Sucre estuvo signada, en gran medida, -y en este punto coinciden numerosos críticos y ensayistas nuestros- por los sendos periodos autoritarios y de represión política en los años comprendidos entre 1900-1935. Con Cipriano Castro al comienzo y, continuando con Juan Vicente Gómez después, se va erigiendo en la Venezuela de entonces una atmósfera pesada y tensamente negativa en todas las esferas imaginadas. Terror, miedo, cárcel, tortura, persecución, represión, barbarie, en fin, van a hacer las claves de este período oscuro de nuestra historia. Guillermo Sucre, acucioso ensayista venezolano, ofrece una idea bastante esclarecedora: “gran parte de su obra-se refiere a Ramos Sucre- es una suerte de teoría de males y hasta sería válido preguntarse si no constituye la transposición de la patología social de su tiempo”. Insinuación válida sin duda a efectos de este trabajo, para enfocar al Ramos Sucre de carne y hueso que se nos dibuja tanto en sus cartas y correspondencias, como en su obra poética. Reflejo parcial de la parafernalia del terror de su época, este poeta cumanés va a crear mediante su poética enimágtica, su mundo: un universo malvado y habitado por la esterilidad de la muerte.
Y es que el pecado iniciado por el caudillo andino Cipriano Castro en el poder inaugura una dinámica desastrosa: la contienda de los grupos imperialistas entre sí por la apropiación del petróleo venezolano; además de la lucha de clases sociales nativas por servirle a aquél y darle las riquezas naturales del subsuelo, a cambio de que el imperialismo les permita seguir con el control que ejercen sobre el aparato del Estado. El Presidente Castro (1900-1908) recibe en sus manos un país de escasos dos millones habitantes sumido en constantes sublevaciones de caudillos y por una profunda crisis económica a causa de la baja de los precios del café –principal producto de exportación- y de la consiguiente disminución de los ingresos fiscales. Sin embargo, y siendo más concreto, una de las características del gobierno castrista que lo llevaría al despeñadero sería la agobiante deuda externa que aumentaba desde gobiernos anteriores y con perspectivas de ser cobrada compulsivamente por las naciones acreedoras. Tomando el poder Juan Vicente Gómez (1908-1935) la situación cambia; si Castro se opone a la penetración extranjera e imperialista, el benemérito Gómez le abre las puertas a los trust petroleros.
Se inicia entonces el saqueo nacional, el repartimiento indiscriminado, a manera colonial. “No necesitó, en Venezuela, el imperialismo propiciar golpes de Estado, organizar sangrientas revueltas ni desembarcar su marinería, porque contaba con un gobierno de traición nacional, en síntesis con una dictadura petrolera que funcionaba como una alianza de las clases dominantes nativas y los monopolios norteamericanos”. De nada sirvió las críticas de los adversarios políticos de Castro para que Gómez intentara rehabilitar el pésimo estado del país: despilfarro del dinero público, el aumento de la burocracia, la corrupción administrativa, el otorgamiento de inmerecidos privilegios, la monopolización de importantes actividades económicas, el creciente desempleo, la situación de miseria y las ya mencionadas concesiones otorgadas sin pautas ni control...
¿Acaso faltaría otro punto tan agobiante a este lista de síntomas críticos? Falta uno, sin duda: La represión. En efecto, a partir de 1913 el gobierno gomecista hizo patente con incisiva energía las prácticas represivas como una norma gubernamental. Irene Rodríguez Gallad enfatiza su estudio en esta óptica: “La opinión política quedó sometida a rígida censura, la persecución se hizo cruenta y despiadada, las cárceles se plenaron de combatientes revolucionarios, los presos políticos –jóvenes en su mayoría- fueron enviados a trabajar forzadamente en la construcción de carreteras, y numerosos opositores fueron desterrados”.
En esta atmósfera del terror se sitúa nuestro poeta irremediablemente. Toda una generación de intelectuales y artistas nacieron bajo este signo maligno. Justamente cuando comienzan a levantarse las trincheras de la Primera Guerra Mundial, justamente cuando en el país se remueve en su pereza latifundista para tomar un rostro ante el mundo del capital y las nacientes países industrializadas, la generación de Ramos Sucre levanta la mirada y empieza a echar raíces en nuestro suelo desolado. ¿Cómo actuó esa pléyade de hombres de letras frente al saqueo, las torturas y la represión gomecista? ¿Qué actitud tomarían? ¿El compromiso con el régimen o evadirse del desastre?

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