“Siéntate ahí”. Oscar D’León (1978)


Una de las cosas que agradezco de mi padre Alfredo Eduardo –nacido en septiembre de 1958, en plena provisionalidad democrática- es haberme criado bajo los influjos del tambor y del guiro, de la charrasca y la pandereta. Tengo una imagen evocadora: mi padre bailando frente al espejo, marcando el paso; y yo, frente a él, golpeando una vieja tambora cuando apenas contaba cuatro años. Recuerdo que en el barrio se congregaba él con otros vecinos para armar las infaltables rumbas; no sólo cantaban hasta el cansancio, sino que también improvisaban con cuanto perol y botella tenían a la mano. La salsa, pues, hasta que tengo uso de razón, siempre ha estado en casa; muchos de nosotros, hemos sido bautizado por el son, la guaracha, el montuno. Un fenómeno generacional: el ritmo caribeño nos sigue alimentando cultural e históricamente.
“Yo no paraba de bailar esa salsa. Todos éramos la Dimensión. Y todos éramos barrio”, me suelta mi padre, hablando de la Dimensión Latina y del fenómeno urbano que se empezó a formar través de ella desde principios de la década de 1970. Oscar D’ León, Enrique Iriarte, Wladimir Lozano, César Monge, Antonio Rojas, Elio Pacheco, Tony Monserrat, Jesús Narvaez –entre tantos otros- serian integrantes de aquel grupo que no sólo eclipsaría a Caracas, sino a New York y otras ciudades del Caribe.. Aún hoy, descansan en un rincón de la sala todos los LP de esta trascendental banda, atesorados por mi padre con sumo cuidado y afecto. Éxitos como Llorarás, Taboga, Juancito Trucupey, Parampampam, recuerdo bien, alegraron más de una fiesta en mi casa, con familiares y vecinos. Mi tía Lucía, de muy difícil carácter, siempre acotaba su frase en plena fiesta: “Si colocas a la Dimensión Latina, bailo; si no, me voy”. Y la rumba comenzaba.

De Antímano para el mundo

Pero sería Oscar D’León, bajista y vocalista de la Dimensión, el centro principal de atención de mi papá; al oirlo hablar del “Bajo Danzante” o “El diablo de la Salsa” o el "Sonero del Mundo" de alguna manera observo una identidad, una emoción más allá del ritmo: la existencia del barrio, la fiesta y su improvisación, la sagacidad de la crítica, lo humilde del sabor caraqueño. Nacido en la populosa parroquia caraqueña de Antímano el 11 de julio de 1943, D’León se criaría entre las partidas de pelota y papagayos y trompos; y escuchando, así como mi padre Alfredo, a la Orquesta Aragón, la Sonora Matancera, Celia Cruz, Ismael Rivera, Billos Caracas Boys, Benny Moré. Resulta interesante la anécdota que evoca al joven Oscar, manejando una camioneta por puesto de alguna línea pública caraqueña; el “taxi de la rumba” o el “carro de la parranda”, como se le conocía, donde versionaba a capella canciones a su gusto, con una fuerza y vivacidad insospechada, a sus usuarios. César Miguel Rondón, en su trabajo El libro de la salsa, crónica del Caribe urbano, apunta sobre el fenómeno Oscar: “Asimismo, cada vez que se ofrecía un concierto donde él estaba anunciado, el público lo recibía con una rendición absoluta, profesándole una admiración cercana a la histeria”.

“Cállate mijo, cállate…!”

En la larga lista de éxitos de Oscar D’ León, hay una canción que logra enloquecer a mi padre Alfredo cada vez que la escucha. Incluida en el disco El Oscar de la Salsa, del año 1978, el tema “Sientate ahí”, es uno de esos hits importantes que marcarían la carrera de éste artista venezolano. Noto en esta canción algo interesante; ya no será la fiesta por la mera fiesta lo que expresa como en los tiempos de la Dimensión; más bien, Oscar se convierte en el propio protagonista de su composición, es decir, indaga sobre su vida y lo narra con asertividad, malicia y franqueza; el Oscar de “Siéntate ahí” es uno más maduro, y al mismo tiempo, más eficaz a la hora de ver la cotidianidad en términos compositivos.
Ese sabor del comienzo lo dice todo: la fuerza de los trombones, la contundencia de la clave y el timbal, la belleza del piano, y la potencia del bajo. De pronto, comienza estrofa central: “Siéntate ahí / Y espera que yo pase / Para que veas el fruto de nuestras entrañas. No te permito ni un beso ni una caricia / Porque tu manchaste el nombre de este hombre que es su padre”. Allí vemos a un Oscar herido, traicionado, malogrado; pero sin dejar de ser imperativo, denunciante; vemos al orgullo de un hombre orgulloso que sale adelante con su hijo abandonado con una de sus tantas mujeres...El combate frontal: contrabajo danzante, dedos brillantes, sonrisa pícara.


Luego del 2:05 minuto, la ejecución del montuno empieza a tomar un poderoso empuje, a expandirse como una sabrosa tormenta: es el llanto, el dolor trasmutado ahora en improvisación sagaz; la canción acelera aun más su paso con el coro afilado “Sientáte ahí para que veas el nene” y, la respuesta explosiva: “Está grandototeeeeeee y va a la escuela, cosa linda, a la escuela y solo y solo se viene”. El reclamo intenso llega a una sección extraordinaria con la aparición del solo de Enrique Iriarte en el piano a partir de 2:50, tornando el tema de una sustancia rica en soltura, contagioso por demás; un minuto donde el llanto del bebe estalla repentinamente y es mantenido por el “cállate mijo, cállate mijo, ¡cállate!”.

Para el cierre, ya la tormenta sabrosa se desata equilibradamente entre el coro y la respuesta improvisada del padre. Cada instrumento asume una postura frente al coro, una y otra vez, para que el reclamo sea más poderoso. Y cuando Oscar entona en los segundos finales “Oye como ya no me quieres, buscaré a otra que me llene”, se puede apreciar su aliento de satisfacción; la victoria de su buen ejemplo, del buen padre que rescata al hijo y lo reconoce como suyo. Con su bajo en mano, y con sonrisa humilde, se despide diciéndonos “Lléééévatela”.

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CAM, 2010.

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