Montaigne para historiadores



El Diccionario de la Real Academia Española define así la palabra “juicio”: “Facultad del alma, por la que el hombre puede distinguir el bien del mal y lo verdadero de lo falso". O en otra acepción: “Operación del entendimiento, que consiste en comparar dos ideas para conocer y determinar sus relaciones”. Como historiadores, esta facultad juiciosa debería estar afiladísima en nosotros. Pero esa habilidad que supone “distinguir” entre lo “bueno” y lo “malo”, nunca cesa en entrenarse, expandirse. Dos cosas son claves: uno, aceptar que mi juicio debo entrenarlo diariamente; y dos, que él debe siempre estar en cuestionamiento, protegiéndolo del facilismo documental: el culto de la verdad por sí misma.

Montaigne entiende “el juicio como método, no como resultado”; o en otros términos, “no para declarar la verdad, sino para buscarla”. (T.I: p.257) Lo interesante es cómo es ese método, de qué manera inquiere él la realidad. Partiendo de la ignorancia, habría que atenerse al ya mencionado “movimiento del alma”, que no es otra cosa que la búsqueda incesante de lo que observan nuestros sentidos. Es la inconformidad perpetua: el sentido crítico. Buscar la verdad supone, para Montaigne, una actitud reflexiva constante.



Veamos: “El juicio es cosa útil a todos los temas y en todas interviene. Por tal causa, en estos Ensayos lo empleo en toda clase de ocasiones. Si trato de cosa de que no entiendo, con más razón ensayo el juicio, sondando el vado a prudente distancia, de modo que, si lo encuentro demasiado hondo para mi estatura, me quedo en la orilla.” (T.I: p. 245)Un boxeador pues, que ronda el objeto en estudio no buscando el nockout, sino más bien castigar y recibir castigo; ese placer de “dar y recibir” castigo, dibujará versiones distintas del combate, erigiéndose del mismo la búsqueda no definitiva de la verdad.

“Lances” o “amagues”, “disparar” o “sondear”: Montaigne establece así el ensayo como un relato que no busca la finitud del conocimiento. Es el acto mismo del “vértigo intelectual”, como afirma Peter Burke. El ensayo entendido de esta forma nos pinta la figura de un punto girando eternamente sobre una constelación en espiral. El historiador, creo yo, debe guiarse bajo esta actitud ensayística de la realidad. Resalta aquí una de las principales razones: porque neutralizamos la ansiedad de abarcarlo todo, y aceptar nuestra ignorancia frente al inabarcable pasado. Aceptar nuestra ignorancia es ya asumir una de las ineludibles lecciones que nos ofrece Montaigne.



Al respecto, declara: “No examino las cosas lo más amplia, sino lo más hondamente que yo sé, y con frecuencia suelo asirlas por algún aspecto inusitado”. Puntualiza en el mismo párrafo: “Entre las cien partes y cara de cada cosa, me atengo a una, ya para rozarla, ya para rascarla un rato, ya para penetrarla hasta los huesos” (T.1. p. 245) Es la manifestación de ese movimiento del yo del cual hablamos. Una búsqueda que parte de uno mismo, para poder entender nuestra limitación ante el objeto, y penetrarla en lances distintos. Habría que imaginarse lo que debió sentir Montaigne con tal método existencial en medio del reformismo católico europeo de mediados del siglo XVI; porque, en efecto, tratar de problematizar a los dogmas religiosos era visto como herejía imperdonable; de alli que su obra Apología de Raimundo Sabunde (1569) fue execrada por la Inquisición.

Podemos prescindir de ese “tosco y extravagante” discurso en lo estético que propone en sus Ensayos, pero sí rescatar de él el sentido crítico, ese movimiento del juicio debemos asumir como investigadores. Rescatar la actitud radical de ver al objeto mediante el roce y la imperfección. Que nuestro discurso sea más un sondeo prudente, que una versión definitiva.


CAM, 2010

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