Un dragón en San Casimiro
Ayer me quedé pensando sobre los
papagayos. Se me vino una imagen: la de un enorme papagayo que elevamos hace
más de 16 años en San Casimiro. Por aquellos valles aragüeños mi papá tenía una
parcela agradable, con árboles frutales, un tanque que fungía de pileta y una
vista envidiable a una gran montaña que se elevaba hasta el sol. En la mañana
era espectacular examinar los estragos del rocío y el olor a mastranto. Era tradición ir al terreno, como le decíamos, los fines
de semanas. Allí se realizaban grandes convites familiares; en ocasiones podían
habitar la casa más de 25 personas, quizás hasta superar los 30.
En una de esas grandes
reuniones en la parcela, mis tíos construyeron un super papalote. Pesaba casi un kilo; sin contar la cola que como una
enorme serpiente rayaba la cima de las montañas locales. Recuerdo que para
poder remontarlo, hizo falta subirse a una colina solitaria y árida; táctica de
vuelo que suponía usar la relación altura y llanura para utilizar el viento a
favor. Se armaron dos grupos: el primero para jalar y extender desde la cima el
avión con fuerza; el segundo, para echar verticalmente el mismo a una distancia
de 30 metros y evitar que la cola se enredara en los matorrales y en los huesos
de vacas fósiles. Esto suponía que los gritos eran comunes para efectuar el
despegue. Después de unos diez intentos, una ráfaga milagrosa insuflaba vida al
papagayo y comenzaba elevarse, elevarse, hasta ser un puntico negro en el
abismal azul del horizonte.
El asunto con estas
cometas grandes era el nailon que debía usarse. Usábamos uno verde, trenzado con tanta presión que
parecía un alambre. El que le tocaba pilotearlo debía usar un guante de
construcción. Frecuentes eran las quemaduras o el maltrato en los dedos y manos.
Cuando me tocaba elevar aquel dragón, recuerdo el peso que transmitía. Esa
tensión que deben vivir los pescadores profesionales cuando un gran pez espada
jala la caña con todo el poder del océano. Nunca pensé que un puntico negro tan
lejos pudiese ser tan pesado, enérgico. Para poder quebrarlo de un lado a otro,
exigía un ejercicio de resistencia muscular. En mi caso me quedaba observando
como el nailon verde dibujaba una colina ascendente hacia las nubes. Me
preguntaba si aquel animal de verada, domador de sueños, podía entender el
dialecto de los zamuros.
Todos podíamos ser
pilotos por un rato. La colita podía
variar entre una persona a otra. No podía ser igual a un sujeto que pesara 50
kilos que otro de 85 kilos. Aquel dragón podía tambalear a cualquiera y
lanzarlo colina abajo. Algo no podía entender: ¿por qué era tan pesado en el
aire, junto a las nubes y la brisa? Mi razonamiento no hallaba por entonces una
explicación plausible. Yo prefería quedarme sentado, observar cómo mis tíos y
mis primos lo elevaban. Hacerme conjeturas de todo tipo; realizar
comparaciones, cálculos alocados. No era timidez, sino otro tipo de gozo más
meditativo.
CAM
Diario Personal
Lunes, 4 de febrero de 2014.