Beisbol en hot pants



Ayer sábado ocurrió lo esperado: la ida al juego de beisbol entre Tiburones vs Leones en el Universitario. Que cómodo fue comprar las entradas por la web. Yeniree, mi hermana, llevó todos los comprobantes y pasamos rápido a retirarlas en taquilla. Fotocopias del comprobante de pago, la cédula de identidad y la tarjeta de crédito. Y bórralo. Mi hermanita pasó tranquila por el torniquete donde un par de policías nacionales custodiaban el sitio de cualquier movimiento en “falso”. Adquirir los boletos de esta forma ahorra muchos dolores de cabeza. ¡Un verdadero viacrucis de nuestra pelota rentada! Creo que ya he hablado en el Diario de este fenómeno corrupto. No quiero volverlo a repetir.
            El juego transcurrió entretenido entre mi padre, mi hermana, mi primo, Pablo y Andrés. Estábamos ubicados en la tribuna lateral (sillas verdes) numeradas con el E5. Llegamos temprano y nos ubicamos contentos. Vi como el sol se inclinaba hacia el oeste caraqueño. Me gusta mirar todos los detalles del escenario. Los gestos de los asistentes es capital. Examinar, de hecho, la conducta de las mujeres que asisten casi desnudas, provocando la erección de los verriondos caballeros. Ayer teníamos unas chicas bastantes voluminosas muy cerca. No mirarlas es un pecado. Ahora con esos hot pants, la vista se va solita a los ensueños verticales. La coquetería femenina, por no decir el atrevimiento procaz, genera en estos encuentros deportivos un germen persecutorio. Uno va en busca de “culos”, “tetas” y “cucas”. Con el pasar de los inings se va eligiendo la mejor yegua en estos rubros.

Desde que tengo uso de razón, esta manía convertida en otro deporte paralelo –unida a la erección y a las secreciones bombeadas por la imaginación– es la esencia de la ida al juego de beisbol. Casi podemos decir que no puede existir beisbol sin mujeres cimbreantes. Un  buen culo visto a la distancia puede reparar la derrota o la arrechera de un dobleplay. Unos buenos pezones como luceros ardientes pueden subsanar cualquier rabieta colectiva. Uno goza enamorándose de esas catiras o morenas, trigueñas o gochitas, aunque sea en el espacio íntimo que da la cerveza y la brisa transparente del campo. Cuando llega el out 27, despertamos.

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No recuerdo el año exacto de la final Cardenales de Lara vs Leones del Caracas. Sí sé que asistí a un juego de la serie decisiva en el Universitario. Estábamos sentados en el antiguo sector de “preferencias”, pegado a la grada de la izquierda. Era tanto el gentío que a veces me asustaba. Para salir a orinar era un proceso complicado. Ni hablar de la cerveza. Yo fui con mis tíos y unos vecinos más. 
       Fue un juego cerrado. Recuerdo que estuvimos a punto de dejar en el terreno a los larenses en el noveno inning. Creo que Roger Cedeño dio una línea tendida al jardín izquierdo. Todos contuvimos el grito por una milésima de segundo. Mantuvimos la mirada en la pelota. Y justo cuando estaba a centímetros de la grama victoriosa, apareció el mascotín del jardinero cardenalero para robarnos la gloria. El silencio fue tan pesado luego, que la rabia y los vasos empezaron a caer desde el cielo. Una lluvia de dolor, pensaba en aquel entonces. Un acto lógico. Pero así es la pelota: nunca será más redonda como la deseamos. La vida gira con ella; pero la realidad dentro del diamante es siempre anacrónica. Mucha gente lloró. Yo recuerdo que los más jodedores iban en el Metro cantando “Leooo leoooo leooo leoooo”. Celebración irónica.  Así  somos los fanáticos: ciegos, hartamente irónicos, masoquistas e irreales.

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No recuerdo con exactitud mi primera visita al campo de beisbol de la UCV. Tal vez ubico una ida con mi padre y unos de sus amigos cuando tenía unos 10 años. Estaba en la escuela, seguramente. Los contrincantes: Leones del Caracas vs Tiburones de La Guaira. Recuerdo el olor de la cerveza en el aire. Los gritos de los fanáticos, sus formas de ligar el hit o el dobleplay, el baile de las mujeres esculturales, entre otras cosas. ¿Cómo no emocionarse con el perfil verde del Ávila al fondo? Mi papá salía siempre bien doblao. Los vendedores de cervezas se hacían sus camaradas. Y las acostumbradas arepas a la altura del quinto ining... ¡Gran rutina de mi infancia! No podré borrar nunca aquella felicidad con la alegría garciamarquiana de los Buendía.
          La anécdota: la vez que vimos al gran Carlos “Café” Martínez salir del dogout. Selso Castillo, vecino y amigo de papá, le salió al paso. Selso cargaba con la derrota de su equipo y con veinte tercios Polar. Con ese reconcomio aguardentoso se acercó al Café, que con sus bates al hombro se retiraba con una mujer hacia al estacionamiento cercano. “Coño, Café, tu si eres malo pana, ¡la cagaste!”, soltó Selso. La mole de dos metros de estatura, negro, calvo y ojos de furia negra, giró el cuerpo. Solo eso hizo para asertarle una mirada asesina. Bastó aquello para retirarnos a un costado, además de reírnos de por vida por el gesto. Me acuerdo que me quedé viendo aquella mole retirarse. Otra pudo ser la suerte de Selso si aquel sujeto hubiese agarrado los bates de la derrota, tan duros como la piedra. “El Café”, diría mi padre, “un jugadorazo, primera base de lujo”. Toda una insignia para el equipo salado. Imágenes en retro del fenómeno peloteril.

CAM
Diario Personal.
2013


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