Domingo Alberto Rangel: escritor de guerra


Ignoro si mi voluntad minúscula es la más pequeña de los escritorzuelos de este país. Quizás el más ingenuo e ignorante de todos. Así me siento frente a los escritores de ayer que sí tuvieron bolas en todo momento. Yo, que me quejo de la bulla del barrio que me impide concentrarme: todo un chiste. Cuando imagino al Rómulo Betancourt entre 1928 y 1932, que para entonces vivía en el exilio entre Curazao, México y Costa Rica, esta crisis que asomo recobra toda su dimensión. Betancourt rodeaba los veinte años de edad (nació en 1908) y ya había vivido dos exilios y varias participaciones conspirativas contra el régimen del general Juan Vicente Gómez. Su escritura era animal, casi tan voraz como su verbo inflamable. Nunca podré olvidar una de sus fotos en Costa Rica: flacuchento, nariz respingada, de lentes redondos, sentado frente a una máquina de escribir. La escritura era para aquellos tipos un acto de guerra. Pocaterra, Otero Silva, como tantos otros.
            ¿Qué se sentirá escribir no solo desde el exilio, sino desde la mazmorra, el aislamiento forzado y la tortura? Nuestros políticos venezolanos del siglo XX tienen mucho que decirnos sobre eso. El régimen militar, con sus ganchos y sus grillos, produjo quizás las páginas más brutales que se conozcan de nuestra literatura política contemporánea. Uno de ellos es Domingo Alberto Rangel, aquel gocho radical, militante más allá de la militancia común, vertical en su genio creador dentro del panorama de la izquierda venezolana. Rangel, el jurunga muertos, como lo bautizó el propio Betancourt; o el papá de los cabezas calientes, ya en tiempos donde liderizó la fractura ideológica y doctrinaria más decisiva dentro de Acción Democrática en 1960.
            Tengo un libro de Rangel en mis manos. Me llegó al azar, con esa misma magia con que el maestro logró sacar las cuartillas del encierro sin que los carceleros notasen la impostura. Se llama Los andinos en el poder. Balance de la historia contemporánea 1899-1945. Rangel lo escribió en una de los tantos campos de concentración que creo el otro andino: el general Marcos Pérez Jiménez (1953-1958). El libro constituye una doble puñalada: primero, dejar en claro el valor de los gendarmes andinos en la configuración de la Venezuela moderna; segundo, desnuda sus puntos claudicantes, sus barbaridades y demás elementos perturbadores. Pero no quiero hablar de eso; quiero dejar constancia aquí, ya sea para terminar, el talante del escritor que se enfrente a la penuria de su circunstancia. Quiero verme reflejado en ella a martillazos. Veamos:

            “Pero había otras razones para escribir en aquella cárcel. A los presos del momento se nos acusaba poco menos que de sádicos. Desde el Poder caía sobre nosotros el fácil ultraje de unos adversarios que gozaban de todas las ventajas. Eran indispensable demostrarle al país que los políticos anillados por el presidio no constituían una reserva de forajidos (…) El duelo, presentado en los términos de Sarmiento, era de civilización y barbarie”.


CAM
Diario Personal
2014.




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