Eduardo Liendo: dialogando con el fantasma
Tengo una amiga que admira muchísimo a Vladimir Ilyich Lenin
(1870-1924), el gran líder de la Revolución Rusa de 1917. En su mesa de trabajo
tiene un poster pequeño con su rostro penetrante. Su pose oscura se asemeja a
otra imagen clásica: la de Karl Marx, otro titán de la historia. Confieso que
no tengo ningún prejuicio ideológico contra Lenin. Creo que por ser
historiador, debo advertir cualquier arranque pasional; aunque resulta difícil,
no puedo negarlo.
¿Cómo ser
objetivo frente a estos personajes tan polarizantes? Lenin fue el motor
del gran movimiento revolucionario que dio al traste a una monarquía zarista
violenta, despótica, inhumana. El puño de Lenin llevó a las grandes masas de campesinos al poder; y una vez allí,
la esperanza de dar verisimilitud a sus expectativas. Lenin fue un líder
vindicativo, creo; sin embargo, mi ignorancia sobre el tema me lleva a vacíos
incontrastables. Con todo, a figuras como estas hay que problematizarlas,
sepamos o no de ellas. Voltearlas de cabeza, bajarlas de los pedestales, darle
de pellizcos, gritarles, verles de reojo, sacarle de la sombra un quejido,
aunque la estatua o la momia –Lenin fue embalsamado en 1924– esté protegido por el frío
mármol.
De los
rabos de paja nadie se salva. Menos cuando se mezclan ideologías, programas
políticos, defensas dogmáticas y la toma del poder. Nadie podrá lanzar una piedra al río: no
somos inocentes. Somos humanos y guiados por humores zigzagueantes, como le
gustaba decir a Montaigne. Lenin es uno de ellos, al igual que a Napoleón o
Bolívar, como Gandhi o Zapata. Ignoro si mi amiga es capaz de reconocer los
despotismos generados en vida por Lenin, por no decir los que se engendraron
luego con su mito: el stalinismo, el maoísmo y para usted de contar. De esa
sombra que la historiografía oficial nos vende de un líder, se salva poco,
sabemos. Pero justo allí se esconde la polémica: ¿cómo recriminarle a un líder
desde el presente lo que su legado produjo? Difícil es saberlo con exactitud.
Yo respeto mucho a los que se atreven a estos ejercicios reflexivos, aunque
siempre ventajistas y acomodaticios. El presente siempre es más fácil que el
pasado, dicen algunos.
El
respetado novelista venezolano Eduardo Liendo hace esta operación con el mismo
ídolo de mi amiga en su novela El último
fantasma (2008). Digámoslo mejor: el fantasma. Liendo conversa con el espectro
verosímil de Lenin; se topa con él, lo interroga, le advierte, le pone al día.
Del mito pasa a ser un “conocido”, porque amigo dista mucho de serlo: los
fantasmas siempre traman algo así uno no quiera aceptarlo, son truculentos y
evasivos. Liendo fue admirador hasta los tuétanos del líder de la Revolución de
Octubre. Se fue a estudiar su doctrina a Moscú en los años 60; bebió de sus
programas, de su obra incansable. Liendo, cuarenta años después, es otro. Y
justo en su jubilación, tomándose un café en la sala de su casa solitaria, la
sorpresa: aparece el maestro Vladimir Ilich. Ni un sustico; para qué. Lo que
viene a continuación son unos diálogos cortantes, esos que asomamos al comienzo
de esta nota.
Quiero
rescatar aquí un breve pasaje. “¿Y cómo se puede ser marxista sin leer a Marx?
Yo lo leí y comencé a traducirlo a los veinte años, creo que a esa edad también
comencé a escribir El desarrollo del
capitalismo en Rusia. Dijo el fantasma con evidente orgullo. En mi país eso
es perfectamente posible, señor Lenin. No sólo se puede ser marxista sin leer a
Marx, leninista sin leer a Lenin, maoísta sin leer a Mao, sino que usted puede
ser casi cualquier cosa sin haber leído nunca sobre el asunto en cuestión.
Viene con nuestra idiosincrasia. Con decirle que hasta se puede ser presidente
del país sin tener ni puta idea de lo que se trata…Parece que estuviéramos en
víspera de octubre de 1917. ¿Setenta y un años de experimento fracasado no
bastan? Repetido, además, en múltiples variantes también fracasadas.”
¿Quién hace
el fracaso? ¿Cómo puede el ídolo separarse de la estela que deja su sombra?
¿Cómo actúa la moral del quien inquiere desde el presente? A la final, es la
libertad y la crítica lo que nos sostiene; creo que Liendo ilustre el dilema en
esta novela. Los titanes están allí para volvernos locos; y si esa locura nos
hace lamentar de lo que fuimos si alguna vez lo admiramos, es meritorio el
respeto, más nunca el juicio. Aunque confieso, yo no tengo a un líder como
Lenin a quien cuestionar; creo que por eso me resulta ajeno esos amores
ideológicos. Pero advierto siempre mi respeto, apostando evidentemente a la
crítica distanciada.
CAM
Diario Personal
7 de mayo de 2013