París: sin fronteras en el aire


Sonará cursi y todo, pero me gusta ver por la ventana a esta hora de la noche, ya apunto de cruzar la frontera hacia un nuevo día. El acto de mirar el firmamento significa un ritual con lo insondable. Incluso, una operación íntima que relaja las vértebras y purifica la imaginación. Estar solo, callado, junto al trueno de los vidrios de la ventana que vibran con el aliento de la ciudad en reposo. Siempre pienso en los otros cielos que me he mirado. Particularmente, aquel de París de diciembre del 2012. Algo de él se me pegó en la mente. Me acuerdo que al despertar –me quedé en casa de mi amiga Adelina Joffres– apartaba la cortina y veía por entre los edificios el cielo azul y las nubes veloces, más veloces que las del trópico. Era como si un afán de comparar los colores y el movimiento me produjera cierto placer de niño con juguete nuevo. Convertirse en un sibarita del cielo; como seguramente lo veía hace siglos Copérnico; o también Nostradamus, que con sus certeras profecías también acudía a las alturas como el único mapa posible del hombre.
Lo cierto que el cielo de París era tumultuoso y sentía que arriba titiritaban de frío hasta los propios dioses. Recuerdo la estampa de los edificios que están ubicados al frente, en el 21 boulevard de Reuilly: elegantes, blancos, uniformes, con adoquines románticos, ventanales decimonónicos, de unos seis pisos todos. Solía mirar los zamuros con detenimiento; o quizás eran cuervos, lo dudo.  Se apostaban en las terrazas, justo en las barandas, vigilando la ciudad luz con un dejo de tristeza y altivez. Los árboles eran flacos, rectos, ordenados, y abajo el boulevard humedecido, perfecto para sentarse a leer los versos de Baudelaire y Rimbaud. Dejarse caer en la piso, solo a contemplar. Ser el  flâneur invisible, uno de tantos, pero único e irrepetible.

Uno de esos días que fui de paseo con Adeline –si mal no recuerdo era un viernes– había en el boulevard un mercado popular. Hacía un frío y caía una llovizna insistente. Con todo, la gente se acercaba con sus paraguas a llevarse las verduras, el pescado, las frutas. En la acera habían charcos nítidos y sin hojas. Al subir la mirada por un segundo, supe que arriba me miraba una nube. Sin embargo, no sé si es la misma que miro ahora por la ventana. Pienso que las nubes son ciertas almas y es la libertad su prístino canto. Si vino hasta aquí a visitarme, lo ignoro. De algo si estoy seguro: cuando la miro así de cerca pienso que es el respirar el idioma que nos suscita. Siento que no hay fronteras en el aire; mucho menos sueños sin destinos aparentes.

CAM
Diario Personal
Caracas, 29 de marzo 2013.

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