La quincalla de Marina



De mal agradecidos está lleno el mundo. Entre ellos, estoy yo. Acoto esta sentencia para ilustrar lo que vi hoy en la tarde en el boulevard de Pérez Bonalde, a pocas cuadras del barrio donde vivo. Me atreveré a definirlo desde este punto de vista: la fauna de buhonería en Caracas. Lo de “fauna” viene dado por la acepción del DRAE: “Conjunto o tipo de gente caracterizada por un comportamiento común que frecuenta el mismo ambiente”. El comercio informal es una jauría mercantil que por lucrativa no deja de ser desdichada e injusta. La metáfora de una bola que desciende sin freno por la colina podría ser perfecta: el objeto mortífero que nadie ni nada desea hacerle frente (desde hace décadas) Esa es la verdad: a nadie le duele la buhonería, con excepción a quien la practica por imperiosa necesidad.
Aquel que hable con Marina a las afueras de la estación del metro Pérez Bonalde puede sacar sus propias conclusiones. En una hora que estuve observándola, estudiando la mercancía que ofrecía y las personas que se detenían a mirar y hasta comprar el mentol chino para las picadas vespertinas, el toma corriente para enchufar la licuadora, la pega loca para salvar del naufragio al recuerdito quinceañero, el “borocanfor” para disipar el insufrible y pecorinense mal sudor de los pies, el destapador para disfrutar de una cerveza bien fría en donde el calor te agarre confesado, las presto barbas “Gillette” para borrar del mapa los cañones malsanos, entre un largo etcétera.
Advertí que difícilmente exista una quincalla en Caracas más efectiva como la de esta señora. Porque toda mercancía tiene su finalidad dentro del orden de las cosas cotidianas; y la de Marina respondía a los pedidos más humildes del hogar con puntería. Su rostro curtido por el humo y el sudor de todo un día de trabajo me demostraba una especial naturalidad.  Marina es menos la mujer “miserable” que una heroína invencible. ¿Qué sería de este país si personas como estas, tan despiertas y valientes, pudiesen ser colocadas en otro puesto del sistema productivo?
“Yo le pago a aquel policía que está en la esquina setenta bolívares diarios (70 bs F) para poder trabajar”, me soltó. Cuando me dijo eso comprobé una vez más que todo en este país es una viveza. Que todos, al final, vivimos a costa de alguien más. “Toda las cuadras tienen precio. Aquí nada es gratis”, enfatizó. Ya le salieron músculos en los brazos de tanto recoger su bolsa. Es una habilidad que se aprende con el oficio; sobre todo, de ubicar a los “pacos” a unos veinticinco metros de distancia. Porque aún pagando la vacuna, están sometidos al tira y recoge; o mejor dicho, al gutural “¡Aguaa!”, santo y seña a esta altura universal.
Yo vivo quejándome de la vida y hasta de la muerte (a pesar de que no me llega). Egoístas somos; y sin darnos cuenta, nos cerramos en unas torres de marfil. ¿Hace falta situarse en el lugar de Marina para llenarnos de valor? Creo que lo está en juego en nuestra calles es el deseo de vivir. 

CAM, 2012



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