La flagelación del guerrero


Imaginemos por un segundo al coliseo esperando la salida del gladiador; en un abrir y cerrar de ojos, salta a la arena el héroe, cabellera al aire, puños vendados, botas negras; el público estalla y exige victoria y sangre. En esta línea, al pensar en su rostro nos enfrentamos a la personificación de la valentía que salta al cuadrilátero para complacer la sed mortífera del público. Hasta ahora, más de lo mismo: el show radiografiado del que gana o del que pierde. Pero lo que se nos viene luego de apagarse las luces, es lo verdaderamente trascendente: el tras cámara dramático.

Persiguiendo la otra cara del pugil tras vestidores, nos llega el aclamado largometraje El Luchador (2009) del director estadounidense Darren Aronofsky, conocido tambièn por la exitosa Requiem for a dream (2000). Con suma perspicacia, Aronofsky deja en evidencia el otro combate del héroe de multitudes: el miedo a la soledad. Una lectura descarnada de la vida, pesada gramo a gramo, medida en cada golpe, sopesada al tras luz de las heridas. Mickey Rourke interpreta a este sujeto magistralmente, tal vez llevándolo a la resurrección y consagración como actor de gran valía en el mundo del cine (obtendrá el Globo de Oro como mejor actor en el 2009 y dos nominaciones al Oscar en el mismo año). Rourke, que también fue boxeador, interpreta quizás su vida misma en cada recuadro. Personaje y actor: lùcida uniòn que eleva la calidad de esta pelìcula.



En El Luchador se ilustra con exactitud la tragedia de Randy Robinson, mejor conocido como “El carnero”, luchador profesional en la década de 1980 en la zona de New Jersey, EE.UU. En el espejo del mugriento camerino, se refleja su caos interno: ya no hay tiempo para frenar el retiro profesional; no hay empleo fijo ni tampoco dinero para pagar el alquiler; la hija abandonada vive alejada en otro vecindario; lo poco que le pagan, se lo gasta en las caderas ardientes de una bailarina en un cabaret. Para él lo único que queda es seguir peleando, fingiendo que su salud es igual que hace veinte años, y refugiarse en el aplauso del público de fines de semana.

“Soy un quebrantado y viejo pedazo de carne y me merezco que me dejaran solo. Solo quiero que no me odies”. Así se describe el campeón ante su hija, en el vértice de la derrota no sólo como deportista profesional, sino como padre de familia. Aronofsky, además de esto, nos patentiza la encrucijada por la cual pasan todos los que practican esta disciplina en el que se finge dolor y castigo. Pero un castigo que si bien pasa por el ojo de la simulación, moldea la vida de cada combatiente, haciéndolos vulnerables en términos psicológicos ante la realidad, sin contar además con todo tipo de lesiones físicas considerables.


Lo más trascendente es la pulsación afectiva de “El Carnero”, el sufrimiento que padece entre el deseo de amar y el destino implacable que lo mueve. Brutal resulta además como el mismo negocio de la lucha se lo devora, lo explota en toda dirección. Vemos además la autodestrucción del ser humano que ante la calamidad, decide fundirse en lo que sabe hacer (entregarse al público en cada golpe), y renunciar a amarse en seres que, de cualquier forma, lo lastiman cruelmente. Luego del salto, los puños dirán lo que el destino quiera. Da igual para él: una renuncia vital. Que decidan los otros su suerte. La flagelación del guerrero.


CAM
2010

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