José Saramago: la lucidez como verdad


Nunca olvidaré las lecciones de mi bisabuelo. Sobre todo, en las que me hacía aprender a los martillazos, por paradójico que parezca. Él para todo tenía una explicación, un razonamiento; su esfuerzo por comprender la realidad, a pesar de su corta visión y su mayoría de edad, me dejaba un aprendizaje magnífico. Recuerdo particularmente las ocasiones en que desarticulaba mi ignorancia, restregando mi incredulidad en ciertos asuntos; terquedad que se trocaba en mí en una evidente ceguera. Cuando pasaba esto, me soltaba esta frase, sujetándose sus lentes grandotes: “No hay peor ciego que el que no quiere ver, mijo”.

Esta sentencia que apoya sus raíces en la cultura popular, quizás abonada además por la visión cristiana, tiene una vigencia pasmosa hoy día. Ser ciegos en estos tiempos “entremilénicos”, como lo entendía el poeta Eugenio Montejo, donde la máquina y el caos citadino nos impone ritmos de vida tan aniquiladores, se ha convertido en una especie de epidemia. Los sujetos viven tan ensimismados, tan ocupados de sí mismos que la realidad se les pliega entre sus párpados, dejándose atrapar por un estado mental que tiene que ver más con el egoísmo que con cualquier otra cosa. Ciegos sin serlo; conciencia petrificada.

Pero, ¿qué pasa cuando la ceguera mental se adentra en el sistema político? ¿Qué ocurre cuando la sinrazón se institucionaliza a través del voto electoral? Esto mismo se pregunta el novelista José Saramago (1922-2010) en su extraordinario Ensayo sobre la lucidez. Vamos al centro de la cuestión: que el ochenta y tres por ciento vote en blanco en una normal jornada electoral de una ciudad que llamaremos “x”, quiere decirnos algo evidente: los votantes protestan sin piedad contra un sistema podrido e ineficiente. Parece un verosimil argumento, sabiendo que la política no es precisamente un asunto de ángeles. Pero esa protesta, esa rebeldía, para los ojos de la camarilla política no es otra cosa que un saboteo, una subversión. Como ustedes acaban de leer, sí, no se sorprendan. Y lo peor viene cuando, poniendo las manos en la Constitución de la República y las demás leyes democráticas, el gobierno entiende esa protesta del voto en blanco, como una conspiración universal contra la estabilidad política mundial.



Saramago ilustra, con lujo de detalles, cómo la “conspiración blanquista” va generando sus propios males, sus miedos. El portugués demuestra genialmente este asunto: el poder y la ceguera cuando se unen, se convierte en el aparato más temible que se conozca. El poder ciego más allá de ser dogmático y demente, es incapaz de contener sus brazos y sus gatillos para trabajar por y para el terror. Desde el presidente, pasando por el ministro del interior hasta el comisario de policía, todo, absolutamente todo es objeto de desconfianza, de sospecha. La ceguera, entronizada en el poder, se explaya en la búsqueda de una verdad inexistente dentro de su burbuja existencial; una verdad que ocultan, y que frente a su grandeza irrevocable, prefieren construir otra a su semejanza para fundamentar la represión brutal. Lección en micro de cómo se desatan en términos políticos las desapariciones y las torturas, los interrogatorios y las desapariciones forzosas, la censura y los estados de sitio.

“Votar en blanco es un derecho irrenunciable, nadie os negará, pero, así como le prohibimos a los niños que jueguen con fuego, también a los pueblos les previnimos de que no les conviene manipular la dinamita”, apunta en el presidente en cadena de radio y televisión, dirigiéndose no sólo a todo el país, sino por sobre todo a los rebeldes “blanqueros” de la ciudad “x”. No confíen ustedes en las palabras “les prevenimos de que no les conviene…”, porque lo que esconde consigo es la maldad pura, o en otras palabras, trae toda la oscuridad de la ceguera irremediable. Demás está decir todo lo que ocurre a fines de este breve ensayo.

Sin embargo, debo citar aquí un párrafo de lo que creo es una de las piedras angulares de esta grandiosa novela del novel portugués. En este fragmento el comisario encargado de investigar y buscar el culpable de la subversión de “x” interroga a la mujer sospechosa, el foco del que se cree proviene la “blancura antidemocrática”. Veamos cómo es develada la operación que guarda la dupla del poder y la ceguera: “Se refiere al voto en blanco, Sí, al voto en blanco, Es absurdo, es completamente absurdo, He aprendido en este oficio que los que mandan no sólo no se detienen ante lo que nosotros llamamos absurdos, sino que se sirven de ellos para entorpecer la consciencia y aniquilar la razón”.



El absurdo, pues, es la verdad de la camarilla. Y para el colectivo de “x”, es la mentira, la patraña. Vaya contraposición semántica, lingüística, filosófica, y para usted de contar; polarización política e ideológica que para nosotros, los venezolanos, está a la orden del día. Pero si el Estado posee sus armas para sembrar el miedo en todos; el colectivo en pleno también posee las suyas. Y eso es la otra cosa rescatable del Ensayo sobre la lucidez. Porque el colectivo que protesta al unísono y sin proponérselo siquiera (y no es una utopía) ve la luz de la verdad con los únicos medios posibles: la protesta popular. Al verse en un sistema represivo, la “x” se convierte en Fuente Ovejuna en cuestiones de segundos. Y en una de las pocas ocasiones donde el narrador aparece en la novela, apuesta a eso con suma sagacidad: “En cuanto al alcalde, nos alegra verificar, usando las propias palabras del ministro del interior, que ha visto la luz, no la que el dicho ministro quiere que los votantes de la capital vean sino la que los dichos votantes en blanco esperan que alguien comience a ver”.

Cuando la lucidez llega sujetando la verdad, nada ni nadie la detiene. La centella y su luz, van rompiendo el cerco de la clandestinidad, ilustrando los cimientos de la voluntad popular. Esa lucidez como verdad supone, en fin, la sabiduría más elemental que históricamente hablando, traspasa todos los predios de nuestras culturas e imaginarios sociales; luz nítida que llega a justo tiempo, ya sea para desenmascarar la patraña, ya sea para mostrar el otro lado de la realidad. Ensayo sobre la lucidez además de proponer una discusión sobre los límites de la democracia moderna, también reivindica el combate político elemental que insurge contra ella con los hilos de la razón, de la conciencia. Un tratado de la verdad y la luz; y otro, del absurdo y la manipulación.

CAM
2011

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