Japón rojo o la pesadilla de Kurosawa
No cabe duda: la experiencia onírica es uno de los asuntos más profundos de nuestra existencia. Al hablar de ella, pasamos al terreno de lo mítico; o también, a los predios del pensamiento inconsciente, de los imaginarios y sus proyeciones. El hombre siempre ha ido detrás del sueño para comprenderlo a través de todas las culturas. Creo, al igual que Carl Jung, que lo onírico es una autorepresentación –espontánea y simbólica- de la situación actual del inconsciente tanto individual como colectiva. Lo onírico está lleno de potentes dardos que, históricamente, siempre han conmocionado al hombre.
Akira Kurosawa (1910-1998), célebre director de cine japonés, entendió perfectamente el poder de estos dardos de los que hablamos. Autor de películas como Rashomon’ (1950), Vivir (1952), Los siete samuráis (1954) y Caos (1985), Kurosawa publicará en 1990 el film Dreams, una obra que cuenta con ocho sueños, recogidos a lo largo de toda su vida. Como su nombre lo indica, Dreams es una película con un poderoso sentido del símbolo; en ella podemos ir desde la fábula popular a la tradición filosófica nipona, pasando además por los predios del espíritu y el deseo, por la muerte y el sufrimiento de la guerra, por la tragedia y el valor, la moral y el futuro. Pero acaso lo más importante es el carácter actual de uno de esos sueños, titulado “El Monte Fuji en Rojo”.
En este capítulo Kurosawa, galardonado con el Oscar en 1990, muestra la médula de su pesadilla: el Monte Fuji – el símbolo sagrado del Japón desde la antigüedad y el más alto de la nación- explota como volcán enfurecido junto a los reactores nucleares ubicados en sus cercanías. Si temblamos de miedo, así como lo hacemos con las profecías de Nostradamus, ya sabemos por qué. Las razones las tenemos en las imágenes no sólo del horrible terremoto y el tsunami que ha arrasado con la vida de miles de personas el pasado el 11 de marzo en Japón, sino en la grave avería de tres de los seis reactores nucleares de Fukushima Dai-Ichi, ubicada a 270 kilometros de Tokio, capital del país. La hecatombe enlaza la pesadilla de Kurosawa con la de toda la humanidad.
“La isla es muy pequeña para escapar”, dice un hombre de mediana edad, traje negro, corbata azul, de respetuosos modales. Al fondo, todos corren, gritan, al ver como el magma baja imparable del Monte Fuji, desterrando todo a su paso. “¿En dónde están todos? ¿A dónde han escapado?”. La respuesta está en los riscos y en el océano, en la desesperación y en el suicidio masivo. Paisaje apocalíptico éste: la neblina, una roja, otra violeta y otra amarilla, responden al estroncio, al plutonio y al cesio, tríada mortecina que asegura una muerte lenta y dolorosa para todos. Una madre, cargando a sus dos hijos, grita en el suelo: “Nos dijeron que los reactores eran seguros… Malditos mentirosos, deberíamos ahorcarlos a todos”. La radioactividad se expande silenciosamente a lo largo y ancho de la isla. El océano se perfila enorme en su sonido solitario, inmenso. “Me disculpo, señora. Yo soy uno de esos culpables...” respondió el hombre, revelándose como uno de los científicos expertos en energía nuclear, antes de saltar quizás hacia una muerte menos dolorosa, junto a los tiburones y los peces.
¿Estamos viviendo la pesadilla de Akira Kurosawa? ¿Cuán lejos estamos del desastre final? Lo cierto es que el hombre ha desatado su propia destrucción. No hay momentos para arrepentimientos. En 1986 Chernobyl abrió la parábola mortal; ahora en el 2011, Fukushima la continúa. La naturaleza se nos devuelve a comernos, sin importarle un pepino nuestra voluntad y poder. La vida cada vez es más finita, sigamos soñando o no dentro de esta burbuja fugaz.
CAM
2011