Un recuerdo andaluz
Recuerdo que al despertar un temblor
carcomía la cama donde estaba. Al pestañear por segunda vez y estirarme un
poco, el sismo parecía de otro mundo. Pensé que se trataba de un sismo
breve. Suposición que fue a dar a la basura, al confrontar el sonido de mis
dientes con el temblequeo de manos y pies. Se trataba de un frío espantoso que
por segundos lograba asustarme; fueron
unos dos o tres minutos en los cuales pensé que iba a colapsar. Así comenzaba
el día en Granada. Eran las 5:30 am.
Fácilmente, la temperatura
estaba rozando los 0º grados. Hilarante fue la forma como salí a conocer
aquella ciudad andaluza: dos pares de medias; tres suéteres; unos guantes; y un
mono térmico debajo del pantalón. Exagerado o no, me sentía seguro así. Al
salir de la habitación que daba a un patio interno del hostal –ubicado a unos
cincuenta metros de La Alhambra– una llovizna nos dio la bienvenida. Un aire
helado me golpeó la cara; el suplicio, induje, apenas comenzaba.
Tengo una visión
mágica del instante en que salimos a la calle: los rayos solares apenas se
asomaban por entre un espeso amasijo de nubes grises; era de una espesura
brutal que fácilmente podía tocarse. La escena misteriosa se completaba por un
ejército de personas que bajaban la calle justo al frente. Recuerdo aquella
aparición con particular interés no solo por la velocidad con que caminaban –paso
acelerado, bajo un rumor de ejército expectante- sino también por la actitud de
la masa. De un chispazo, supe que eran japoneses. Mujeres y hombres de todas
las edades abrigados con finas telas y gorros, guantes y botas invernales. Iban
hablando dialectos incomprensibles; por un segundo me hallé en los sueños de
Akira Kurosawa.
Calle abajo, más
de siete autobuses de turismo esperaban por este ejército nipón, todos armados
con cámaras últimos modelos. Solo así logré despertarme; y bajo la pericia de
mis dos acompañantes –un argentino y una paraguaya, colegas historiadores- fui
a tomarme un café para espantar el angustiante frío.
Ya en los
jardines paradisiacos de La Alhambra, complejo milenario que aún se erige con
esa magia mora, comprendí la grandeza del pueblo nazaharie. Allí comprendí el vuelo poético y el dolor ancestral de
esta cultura. Confieso que me perdí en el sonido de las acequias y las fuentes;
cristalino movimiento, un manar eterno del agua que no es otra cosa que el deseo
y la blancura de un pasado aun intacto. La grandeza andaluza, pensé, sigue siendo abismal. Riqueza cultural que pasó al lado de los vencidos a partir de 1492,
donde la Corona de Castilla y Aragón venció, luego de 777 años de dominio, a la
realeza mora en el sur de la Península Ibérica.
Imágenes van y
vienen de Granada. Parece mentira que anduve en ella hace un año. Movimiento
del destino que me puso para abrirme la vida. Granada, la del flamenco y el
barrio Albaisín. Granada, la de las mujeres hijas de Scheherezada. Porque algo
de mí se quedó en Granada. Estoy encadenado a ella de por vida.
CAM, 2012.