Reggaetón: el antiritmo
Hoy domingo de viaje al Litoral
guaireño. Al regresar a Caracas, desafortunada experiencia
con unos chamos borrachos en el autobús donde venía junto a mi familia. Me dije, en cierto
momento, justo antes de montarnos, que aquel viaje iba a ser molestoso. Una
sola razón me lo aseguraba: el reegaetón a todo volumen dentro del autobús,
como si se tratara de una miniteca
ensordecedora.
No puedo
esconder mi encono por ese “ritmo” que, simple a vista, pareciese tener la
complacencia de la mayoría de las dos últimas generaciones de jóvenes venezolanos.
Cuando digo encono, me refiero a odio, grima. Creo que el reggaetón está
imposibilitado de generar cualquier trascendencia como música. Al contrario de lo que piensan sus fanáticos y el mercado
millonario que lo soporta, este objeto
ruidoso, digámoslo así, existe para negar la propia humanidad. El reggaetón
no se vive como felicidad, sino como burla del baile, del ritmo, de la fiesta. Es
el contrasentido de Dionisio.
Allí donde esté,
van los residuos de lo social: el alcohol, la droga, la fuga, la gula, el sexo
promiscuo. No quiero parecer, con esto, un típico sujeto conservador y
tradicionalista; al contrario, creo en la fiesta y sus componentes para pasarla
bien con los seres queridos, por ejemplo. Lo que se trata aquí es en la
explicitud rancia del objeto ruidoso como práctica de una “cultura” del
escándalo, la vaciedad y la desfachatez; por no entrar en la trivialidad de su
estética, que es para otro ensayo.
La figura de la
fémina, en sus letras y videos, es puesta como un sujeto digna solo para el coito
sexual, dominada enteramente por un machismo ramplón que se esconde entre poses
y carros de lujo. Solo este ejemplo basta, creo yo, para demostrar mi encono
hacia este engendro, que hasta ahora ha cuajado como un negocio fructífero,
tanto para convertirse en un particular modo de vida. ¿Hacia dónde van estas
generaciones de jóvenes que se drogan, matan, y, por qué no, se convierten en padres prematuros, al son de
este antiritmo?
CAM, 2012