El oficio ensayístico: una búsqueda inagotable
Recuerdo claramente el comienzo de mi búsqueda aquella noche septembrina del 2001. Entre tanta rabia e impotencia, me di cuenta de algo interesante: alguna extraña pero poderosa razón me empujaba a ordenar mi pensamiento. Era un deseo que surgía desde lo más profundo, como si aquella circunstancia me obligase enérgicamente a comprender aquellos atentados terroristas que sacudían a la cultura occidental. Es difícil explicar la sensación de aquellas primeras líneas que escribía; con ellas se revelaba para mí un universo personal, una dimensión inédita. La palabra, la idea, en fin, empezaban a sumergirme en otros ámbitos. Intuitivamente, fui llevado por el destino a estudiar Historia en la U.C.V., apostando inicialmente por que en aquella “ciencia” social pudiese encontrar las herramientas necesarias para mi afán interpretativo de lo humano.
Pero si aquel apetito espontáneo había nacido desbocadamente, sin ningún amarre y estribo, de golpe había de chocar con el academicismo, con la metodología, con el culto a la verdad. Durante seis años de carrera, el objetivismo supuso para mí uno de los peores escollos. Tuve que jugar a la verdad documental, al calculado método, a la distancia discursiva, al desapego crítico. Escribir como historiador es, en rigor, demostrar la infalible tesis planteada mediante un mar documental determinado; no hay cabida para la duda, para la reflexión sosegada. Afirmar o negar, son las dos caras irrefutables de la enseñanza de la Historia. Arrinconado en estos predios, mi búsqueda reflexiva se achicaba a la fuerza. Sin embargo, aquella llama no quedaría del todo apagada.
Aquel arrinconamiento en la frialdad academicista, fue contrarrestada por la única linterna imaginativa a carta cabal de la Escuela: las clases de Antropología del maestro Rafael Strauss. Gracias a él, entraba de lleno en los ámbitos mágicos del Macondo de García Márquez, en el Demian de Hesse, en La Metamorfosis de Kafka, en la poética de Montejo. Fue la amistad de Strauss –al igual que para otras generaciones de estudiantes- la que fortalecería en mí más que un escudo contra la “verdad documental”, una instancia donde lo sensible, lo maravilloso y lo humanístico fuera posible. Mis primeros cuentos, crónicas y poemas, pasaron por su mirada y se convertiría, además de guía imprescindible de mis primeras letras desbocadas, el que me presentaba definitivamente a la literatura.
En medio del azar y justo a mitad de carrera, llegarían a mí las obras de Michel de Montaigne, de Octavio Paz y de Mariano Picón Salas. Confieso que sentí un cambio sustancial con la lectura de estos tres titanes de la literatura, tal vez porque en ellos ubicaba cierta sintonía con los intereses que aquella noche septembrina me impulsaron a la escritura: ordenar, comprender, reflexionar. En ellos veía el ejemplo no sólo de cómo podía interpretar la realidad, sino también de acercarme a ella, de asirla, de moldearla. Si había estado atrapado entre el discurso científico y el imaginativo, ahora descubría maravillado un género discursivo amplio e inagotable donde la imaginación, el zigzagueo discursivo y el raciocinio dubitativo discurrían libremente. Ante esta posibilidad todo era presa para alimentar mi universo reflexivo. Era el despertar de una fiebre interna, de armar y desarmar, de interpretar y reinterpretar sin descanso. Ellos me iniciaban, sin darme cuenta aún, en los terrenos escurridizos del ensayo...
Pero de nada me valía la senda de estos ensayistas si no enfrentaba mi fiebre interna con la palabra, con los prejuicios, con la cultura. Era un combate en el cual daba la cara optimista, sin haberme hecho consciente de las dificultades insondables que suponía. Mi entusiasmo inmediatista chocaría brutalmente contra las alambradas de la hoja en blanco: sucumbiría, frío y deshecho, imposibilitado de expresar lo que deseaba escribir. Tuve que reagruparme, ante este panorama hostil, en la paciencia y en la humildad. La única manera de superar las alambradas era entrenarme a diario. Decidí, en esta perspectiva, participar en un Taller de Diarios Íntimos con el poeta Alejandro Oliveros, a principios del 2007. Fue un ejercicio fundamental, donde la constancia me enseñaría a combatir día a día mis fantasmas.
Luego de escribir por dos años y medio mi diario, luego de ir escribiendo mi tesis de grado y de profundizar en mi experiencia laboral en el campo de la historia, comprendo lo nutritivo de esta autoevaluación. Porque todo me ha venido conduciendo, creo yo, a un solo esfuerzo genealógico: buscar mi propia voz en el universo inagotable del ensayo. Buscar mi propio acento, pues, fue una de las inquietudes que confesé al comenzar el Taller de Ensayo Literario hace ya nueve meses, conducido por el Profesor Rafael Castillo Zapata. De algo estaba seguro, pese a mis inseguridades, y era del carácter harto difícil de mi pesquisa, pero deseaba iniciarla, sin esperar ningún hallazgo definitivo. Construirlo, educarlo, decantarlo, perfilarlo: eran mis expectativas elementales ante el Taller.
Me asalta aquí una pregunta: ¿puedo decantar mi acento ensayístico en tan sólo nueve meses? Imposible. Creo, sin temor a equivocarme ante mí y ante mis compañeros, que el principal logro del Taller ha sido uno: lograr poner sobre el tapete nuestras limitaciones, hacer consciente el combate en el que nos enfrascamos con las palabras, con las ideas y por ende, con nuestra circunstancia. Lograr plantear estos problemas, rodearlos con lecturas luminosas y atrevernos a entablar nuestras posiciones, son para mí pasos estimables. La virtud de estos nueve meses ha estado en problematizar nuestros propios acentos: provocarlos, incitarlos.
“Nosotros somos propensos al optimismo y al entusiasmo sin límites, pero sólo en el roce y el trato con los obstáculos se fraguan las formas. Hacer cuerpo es hacer límites. Ensayar es una manera de hacer cuerpo y conocer nuestros límites”, escribe lúcidamente María Fernanda Palacios. Esta frase puede ser el vínculo fundamental de este Taller que termina. Una advertencia que nos separa de cualquier falso optimismo, y nos coloca ante la dura realidad. Sólo en el proceso de escritura está la salida; sólo allí, creo yo, está la senda posible. Quizás esté muy lejos de conseguir mi propio cauce; tal vez esté más cerca del descalabro que de cualquier obtención sólida. Lo único seguro para mí es que el oficio ensayístico apenas comienza…
CAM