Martin Guerre: la verdad resbaladiza
Toulouse,
ciudad emplazada al sur de Francia, a solo 80 kilómetros de los Pirineos. En
1560 contaba con apenas 20 mil habitantes. En la mañana del 12 de septiembre de
aquel año, la localidad se paralizó. De las gélidas montañas se deslizaba sobre
la ciudad la brisa fría de otoño, lo suficientemente como para que el público
asistiese abrigado al Parlamento. Fue allí en el Parlamento de Toulouse donde
se dictaría el esperado veredicto. Cuando el juez entró con su comitiva a la
sala plenaria, todos se pusieron de pie. Apretujados unos contra otros, las
miradas se dirigían al centro del escenario; los que no pudieron entrar, se
asomaron por los ventanales renacentistas. Vino el silencio unánime, tenso. Por
una puerta contigua al gran salón entró el acusado. Muchos soltaron un quejido
de asombro. ¿Ese era Arnaud du Tilh, alias Pansette, el fulano usurpador por
cuatro años de Martin Guerre?
El jurado ordenó al acusado a tomar
asiento. El sujeto se hallaba arqueado por la culpa. Su mirada giraba sin rumbo
fijo; sus manos, encadenadas. Al costado esperaban Martín Guerre y su esposa
Bertrand Rols; además de sus tíos, hermanas y vecinos. Habían venido el día
anterior desde Artigat, población donde vivían, famosa por sus viñedos. Jean de
Mansencal, presidente del Parlamento de Toulouse y responsable del jurado, se
dirigió al estrado principal. Sacó un papel y, colocándose sus anteojos, se
dispuso a leer la sentencia que intentaba resolver el complejo caso que unía la
bigamia, el adulterio y la usurpación de identidad. Arnaud du Tilh, se levantó
de la silla, escoltado por dos guardias. Y escuchó lo que nunca se imaginó:
sería conducido a retractarse públicamente a las afueras de la iglesia de
Artigat y ser ejecutado en la horca al frente de la misma casa que usurpó por
cuatro años. Era el fin.
Arnaud cayó de rodillas pidiendo clemencia.
Los guardias se lo llevaron junto con el rumor nervioso de los cientos de
asistentes. La muerte apareció, de repente, como destino no tan lejano para
cada uno de ellos. Un tal Michel Montaigne, juez de Burdeos, se llevó las manos
a la cabeza y se quedó pensando en la tarima de honor. Mientras la sala se
vaciaba reflexionó sobre los terrenos temerarios que unen la verdad y la
justicia. ¿Era fiable conducir a un hombre a la muerte a través del raciocinio
jurídico y moral? La verdad, según Montaigne, existía para cojear y nunca para
caminar por sí misma.
Montaigne estuvo allí
En 1588,
veinte y ocho años después de que se condenara al falso Martin Guerre, Michel
Montaigne publicaría por primera vez sus famosos Ensayos. El escritor gascón incluye en esta obra un texto titulado
“De los cojos” (Des boyteux) donde
relata lo que vio en Toulouse. Para él, la denominada “justicia” había
sentenciado al impostor a la horca, pero no sin despejar la intriga y la
polémica. ¿Cómo un hombre enamorado de una esposa nunca vista, adoptó una
identidad con el consentimiento de familiares y vecinos? ¿Cómo una mujer,
abandonada estrepitosamente por su esposo, aceptó ser parte del escándalo? ¿Por
qué el verdadero Martin desapareció sin dejar rastro, colaborando a que el
vacío acondicionara el terreno para la llamada “tragicomedia”?
Al autor de los Essais no le interesó contestar estas preguntas. Total, ya las cenizas
de fulano Pansette no daba alternativa. En cambio, se detiene a meditar en una
idea: la dificultad de desentrañar la verdad, el riesgo de tomar medidas
extremas en medio de presiones subjetivas y epocales. Escribe: “En mi juventud asistí a un proceso que Coras,
juez de Toulouse, hizo imprimir, sobre un suceso extraño: dos hombres
pretendían ser la misma persona. Recuerdo (y de pocas cosas me acuerdo tan
bien) que encontré la impostura de aquel que Coras condenaría como culpable,
tan extraordinariamente maravillosa y tan por encima de nuestros conocimientos
y de los del juez, que hallé la sentencia, que le condenaba a la horca, muy
arriesgada”. La verdad no existe, se construye mediante la fe y la ceguera; y
aparte de que se construye, huye, trastabilla. ¿Cómo un juez debe guiar el caso
hacia un veredicto final? Montaigne, como juez, nunca le tocó un caso tan
difícil como aquel; pero sí a Jean de Coras, consejero judicial quien tuvo que
escribir el dictamen final.
Montaigne se pregunta por el número
de brujas que habían sido llevadas a la hoguera en la Europa de su época por
este modelo de justicia humana, demasiada humana. “Eso me conduce, como a
menudo, a considerar cuán libre y vago instrumento es la razón humana. Veo
ordinariamente que los hombres, en los hechos que se le proponen, se ocupan más
de buscar la razón que la verdad”. El resbalón seguiría río abajo por los
senderos del tiempo.
Caso pendiente con la verdad
¿Existe
acaso un caso cerrado en la historia judicial en nuestras sociedades
contemporáneas? El caso de Martin Guerre, tildado por el propio Jean Coras como
una “tragicomedia” en su Arrest Memorable
(1561), sigue demostrándonos que estamos lejos de la absoluta verdad. Son
numerosos los escritores y artistas que a lo largo de los siglos han escrito
sobre los dos Martin Guerre, el que huyó y el que lo suplantó en el poblado de
Artigat, al lado de la dulce Bertrand de Rols. Alejandro Dumas, Janet
Lewis, Rubén Darío y Fran Cossa llevaron
al plano de la ficción y al teatro esta historia de la Francia del siglo XVI,
carcomida por las guerras entre católicos y protestantes. Montaigne, como bien
lo apunta en sus Ensayos, huiría a su
torre para refugiarse de estos conflictos. ¿De qué forma juzgar al otro
mientras que se libra un conflicto religioso y cultural? ¿Existe una sola
verdad o varias al mismo tiempo?
La historiadora norteamericana
experta en la historia cultural francesa de los siglos XVI y XVII, Natalie
Zemon Davis (1928), ha girado sobre estas inquietudes durante su carrera. En
1983, luego de haber servido como consultora de la película Le retour de Martin
Guerre, esta catedrática se adentró, una vez más, en el legendario caso del
matrimonio Guerre-Rols. Los resultados que obtuvo esta historiadora impactaron
no sólo por el maravilloso lente metodológico aplicado, sino por el modo
narrativo con que presentó los acontecimientos de una Francia rural para muchos
lejana, aprovechando las sonoridades múltiples de los documentos históricos a
que tuvo alcance.
Para Zemon Davis había que meterse en las tonalidades y
en los matices de la cotidianidad matrimonial, en los móviles familiares de una
Europa sacudida por los periplos de la fe. Solo así se entiende lo
extraordinario, lo que se sale del patrón: Martin Guerre puesto a contraluz
evidencia las flaquezas de la “verdad” humana donde el error y el engaño son la
norma. La verdad es, en todo caso, una impostura que esconde otra naturaleza:
la superstición, la sombra, la emoción no sólo individual sino colectiva.
¿Cuántos Jean Coras no existen entre nosotros? ¿Cuántos ajusticiados, cuántas
tragedias? La historia como piedra
resbaladiza; la verdad, como guía inoperante, siempre al borde del abismo
contemporáneo.
CAM, 2016.