Historias Cruzadas: ¿odios superados?

Recuerdo la vez que fui al cine de Castellón junto con Ana en 2011. Fuimos al Centro Comercial La Salera, si mi memoria no falla. La función era a las 10 pm de un domingo de noviembre. “Vamos a ver Historias Cruzadas, está causando polémica en Gringolandia”, me dijo la camarada. Ella, más astuta que yo en menesteres bancarios, adquirió las entradas vía web. Es raro ir al cine a esa hora. En Caracas, por ejemplo, ya debes estar encerrado y con llave en tu casa. El disfrute queda limitado a un horario vespertino por la inseguridad atroz que padecemos. Pero en el caso de Castellón, una ciudad pequeña, tranquila, casi fantasmal, salir de casa a esa hora del domingo daba igual. Fue tanta mi impresión al ver la cantidad de gente comprando entradas para funciones de medianoche, que no dudé en preguntarme si se trataba de un discoteca.
            Me recuerdo de Historias Cruzadas (2011) porque la vi ayer domingo en Tves, canal del Estado desde el 2006. Es una película sencilla y emotiva. Allí una chica de veinte y ocho años, hija de una acaudalada dama de la alta sociedad de Menphis (EE.UU) se propone escribir un libro con testimonios de las sirvientas negras. Estamos hablando de la década del 60, donde los derechos civiles de la población de “color” todavía era una ilusión. Años donde Luther King y el Malcom “X” moverían los impulsos de sus hermanos para pelear por su igualdad racial frente a los blancos. La señorita Skeeter obtiene el visto bueno de las “cachifas” no sin llevar palos. Así es la tarea de periodista: convencer al entrevistado del poder que tiene su testimonio para esta lucha.
           
I

El mundo de la explotación del hombre por el hombre me ha generado dolor. El film toca las fibras más sensibles, quizás todavía mal curadas en pleno siglo XXI. El odio humano me produce asco, sobre todo el racial. Aunque sé que la política es el combate entre la razón y la pasión, me cuesta pensar en el daño infinito que la civilización occidental ha sido capaz de soportar a causa de este mal.
En la sala de Castellón reflexioné sobre el franquismo, bandera máxima del fascismo en España en el siglo XX. Me vino a la mente los perseguidos y el discursito de superioridad. Se me revolvió el estómago en pensar en la Ley de Conquista y en el escupitajo histórico del español hacia nosotros, los latinoamericanos. Pensar en los odios te eclipsa la mirada. Al tomar un sorbo de refresco, vi a una señora llorando al terminar la película.
            Me pareció que Historias Cruzadas deja huella. Creo que es el fin de esta clase de películas. Ser capaz de movilizar el ego de los espectadores. Que el odiante que asista a la sala, se lleve para su casa el dolor histórico: quien se identifique con el rencor –quien lo lleve adentro de su corazón, me refiero– sea capaz de mirar la otra cara de la realidad. Porque la otredad confía eternamente que la humanidad sea reconocida, respetada, comprendida. España me pareció un país dividido, y por ende, de odiantes, aunque menos que en los tiempos de Franco. Temo ser tan optimista.
            Al regreso al Hotel Luz, Ana y yo conversamos de otra cosa. De hecho, fue un regreso a pie bien curioso. Era de media noche. Las diez cuadras, quizá doce, fueron caminadas bajo el exquisito frío. Como niños hicimos competencias a ver quién dibujaba una ola de vapor más grande. Abrir la boca y exhalar. Sentir las manos heladas en los abrigos. Caminar sin preocupación. Quizás se trataba de nos 13 grados centígrados. La noche estaba totalmente despejada. Al caminar, nuestros zapatos sonaban como ecos en la terrible soledad de las calles. Las hojas de los árboles sudaban el frío oscuro. La negrura de la Castellón: la de sus carros estacionados sin más remedio que esperar a la nada.

II

Ayer domingo hice mi respectiva siesta. Hacía un calor terrible en el cuarto. Daniela y yo prendimos los dos ventiladores. Así terminamos de ver Historias Cruzadas, tal vez simulando estar en Menphis, el caluroso estado sureño donde el algodón tiene su pasado doloroso. De pronto, me hallé en una carretera muy transitada. Estaba acompañado de una chica, pero no recuerdo su rostro.
Podía jurar que el sitio se parecía a la avenida Andrés Bello, con su elevado y sus troncales que dan hacia San Bernardino y Parque Central. Pero al mismo tiempo, me recordaba a una autopista más moderna. La chica me dijo que no aguantaba la cola. Me invitó a montarme en su helicóptero. Era pequeño, casi transparente, con cabina solo para dos personas. Le pregunté que si sabía volar aquello. No sé lo que respondió. Asumo que el ruido de las cornetas me lo impidieron.
Nos elevamos en el objeto volador. La mujer piloteaba con maestría. Temía que chocara contra las barandas del elevado o con los edificios cercanos. En el aire vi los rostros sorpresivos de los peatones. La nave era silente. Las hélices casi transparentes. Creo que no sobrepasamos los 20 metros de altura. Yo deseaba elevarme más y más para superar las soteas; pero la pilota hacía caso omiso. Le gustaba ir de forma superficial. Sentí que la nave perdía fuerza y que ella me escondía algo. “Mejor hagamos nuestra cola”, soltó.
Volvimos al asfalto. Otra vez el humo negro, las maledicencias, los semáforos de pacotilla. Como a diez metros de distancia, dos sujetos se bajan discutiendo de sus automóviles. Se empujan. La baranda del elevado tiembla como la del ring del Cristal Palace. Yo me sumo desde la barrera a ver la pelea. Coñazos van, coñazos vienen. El más vergatario saca un cuchillo. Se lo entierra en la frente a su adversario. Cae justo a mi lado. Siento que el filo traspasa mi cuello también. Yo veo sin poder moverme. Soy ojos, pero también la sangre del herido derramándose. Nadie escucha. Y yo corriendo pasmosamente por la canaleta, como petróleo rojo, asqueroso, alarmante. Se hizo oscuro en un abrir de cerrar de ojos.

CAM
Diario Personal.
2013

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