¿Aptos o inmaduros para la democracia? Mito, pueblo y miedo en el Trienio adeco (1945-1948)

Carlos Alfredo Marín
Instituto  de Estudios Hispanoamericanos

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La premisa historiográfica que problematiza la supuesta “adultez” o “inmadurez” del pueblo venezolano para la democracia es un debate antiquísimo. Representa, amigas y amigos, un objeto polémico que por viejo no deja de ser contemporáneo. Así son los mitos.

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Hay que decir que el pueblo ha sido representado por un relato oficial, donde se convirtió en el “bravo pueblo” que acompañó a los héroes que nos dieron la independencia de España, y que luego fue desechado a un lado para que “disfrutara” las mieles de la fulana República liberal. Esta jugada de marginamiento fue solidificada por el positivismo científico a principios del siglo XX, elaborando una “sociología pesimista” para interpretar la naturaleza de los hombres y mujeres. Arriba el cesar democrático, abajo la masa anárquica.

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Así se entronizó el signo de la fatalidad en nuestra identidad colectiva. Augusto Mijares dice que esta actitud denigratoria se puso en marcha “en mitos omnipresentes al servicio de aquella sociología pesimista”. El historiador contrapone al pesimismo la larga “tradición civilista y legalista” que recorre paralelamente nuestra historia y que el gendarme arrinconó en los márgenes de nuestra identidad. Es decir, rescatar las formalidades civiles, republicanas, liberales, que ya Bolívar había previsto en la Carta de Jamaica en 1815.

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Resumo, amigos presentes: el ser venezolano lleva implícito el combate entre dos corrientes antagónicas: la interpretación pesimista de un lado –que para Maritza Montero representa “la aplastante autodefinición negativa”–; y la optimista, que por minoritaria no podemos negarle la firmeza y persistencia que ha tenido a lo largo de nuestra historia. ¿Por qué no podemos hablar de un mito o complejo identitario de dos rostros, ambos siempre en lucha latente a lo largo de nuestra historia? Como el dios romano Jano, este mito del pueblo apto o incapaz es bifronte; y su naturaleza es maleable como la cultura que nos sostiene. ¿No es un mito una creación cultural?

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Creemos que a partir del derrocamiento del presidente Isaías Medina Angarita el 18 de octubre de 1945, este mito dual tiene una presencia indiscutible. Lo decimos porque cuando se le da el protagonismo a las masas para moverse en los manjares del discurso democrático liberal, las resistencias de los grupos de poder –el andamiaje andino, mayoritariamente– empiezan a poner el grito en el cielo en el eterno debate: ¿quién puede frenar al pueblo iluminado por el poder del voto universal, directo y secreto? Imbuidos en este tira y encoje ideológico, el pueblo es mistificado a los antojos de quienes desean tenerlo de su lado. Este será, lo adelantamos de una vez, la lógica de todo el periodo en estudio: acción y reacción ante los miedos sociales que genera el acceso al poder de Acción Democrática.

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La democracia liberal que implanta el régimen octubrista tiene como protagonista al soberano invisibilizado hasta entonces. Lo hace ubicándolo en la cúspide de una pirámide legitimadora de todo un aparato discursivo enorme. Para los adecos, eje capital de este sistema fundacional, el pueblo tenía que ser dotado de las cualidades y actitudes que lo hicieran apto para la participación de la cosa pública: símbolos, valores, vocabularios, resonancias. Siguiendo al filósofo Omar Astorga, estamos hablando de un sistema retórico capaz de infiltrarse no sólo en las prácticas políticas elementales –elegir y ser elegidos, por ejemplo– sino también en el imaginario.


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El historiador Luis Ricardo Dávila incluso afirma que si bien el pueblo fue el protagonista más polémico del Trienio, tenemos que prestarle mucha atención al poder que tuvieron el lenguaje y los símbolos en esa coyuntura. Tal ímpetu creador, como él asegura, le dio rostro al proceso de democratización de la realidad venezolana del siglo XX. La Revolución de Octubre impuso un nuevo mito: el pueblo es capaz de hacerse un camino en democracia, y para ello supo unir lo real y lo ideal, la acción y la representación, la razón y la emoción. En fin, el optimismo como arma política y, por qué no, cultural.


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Volvamos a Jano: el rostro del mito optimista, el que pugna por hacer del pueblo un conjunto hábil y maduro para entrar en la modernidad democrática, construye así una identidad colectiva capaz de enfrentarse hacia su otra naturaleza, el pesimista y arrogante: el rostro autoritario, sectario y excluyente. Entendemos, en fin, bajo esta lógica, el dramático conflicto histórico que se va a desarrollar en el gobierno octubrista, proyectándose su sombra hasta la actualidad.

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Hemos dicho que el mito sostiene el cosmos de quien lo institucionaliza. Sin embargo, cada fundación mitológica esconde sus peligros. El orden originario sabe que existen ciertas fuerzas que pueden desestabilizarlo; por tanto, tiene a la mano el botón de alarma. La otredad siempre despierta sospechas y pesadillas donde el miedo funciona como pulsión nucleadora. Por eso es que los miedos de las sociedades contemporáneas estén tan ligados con los mitos. Me atrevo afirmar, amigos presentes, que los mitos políticos de la Venezuela de hoy llevan consigo el signo ineludible del miedo en las profundidades de nuestro imaginario. Cada mito con su miedo a cuestas.

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Jean Delumeau, Corey Robin y Zygmunt Bauman, por solo nombrar tres especialistas en el estudio del miedo social, apuntan que el miedo tiene como naturaleza la reactualización de las amenazas históricas. Nunca desaparecen; solo se transforman en la espesura de la cultura colectiva. Por ejemplo, el régimen octubrista rompió el camisón de fuerza que impuso el régimen andino; y con el desate se encresparon los fantasmas de antaño: la guerra civil, la anarquía, la lucha de clases, la mayoría totalitaria, el ateísmo religioso.  Los miedos antiguos –los de la Colonia, los de la Independencia, por ejemplo– vuelven a levantar las mismas ronchas en el siglo XX.

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¿Quiénes sostienen el mito pesimista en el Trienio? Los sectores tradicionalistas que aún se negaban a enterrar a Juan Vicente Gómez. Llámense lopecistas y medinistas, el temor andino estallará en la prensa y en los debates en la Asamblea Constituyente de 1947. Los Andes seguía viéndose como cuna del caudillismo militar, epicentro de hombres retrógrados y no confiables para lo que significaba la democracia. Estará también el Copei de Rafael Caldera y la Iglesia católica, que conseguirán entablar una considerable oposición al llamado “sectarismo adeco”.

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¿Quiénes sostienen el mito optimista en el Trienio? Por supuesto, el partido político con mayores escaños en la Asamblea Constituyente y en las posiciones Estatales, sindicales y gremiales: Acción Democrática. También se les une el Partido Comunista, con líderes como Gustavo Machado y Juan Bautista Fuenmayor. La izquierda se reagrupa en torno a las mayorías; y con ellas, son el poder frente los “sectores conspirativos de la derecha regionalista andina”, que llegarían a alzarse con los militares, entre el 45 y 48, hasta en nueve ocasiones.

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¿Qué significa el pueblo para los pesimistas? Que lo diga Arturo Uslar Pietri por nosotros: “Yo no soy de los que creen que el número por sí solo constituya un acierto en la dirección política, y nadie me hará entender que puedan comprender mejor los supremos intereses de Venezuela los ochocientos mil analfabetos que los cuatrocientos mil que saben leer y escribir”. El pueblo, en fin, está incapacitado, inmaduro para entrar en el reino de la política; además de eso, no tiene las herramientas culturales ni mucho menos raciales para vivir en democracia, lo cual lo hace blanco fácil para los demagogos de tribuna.

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¿Qué significa el pueblo para los optimistas? Que lo diga el diputado por AD, Domingo Alberto Rangel: “La revolución de octubre vino abrir una etapa que ya se hacía inaplazable en la historia venezolana… La madurez de un pueblo que ya había captado la esencia de la democracia exigía un régimen fundamentado en las virtudes del voto universal”. Como vemos, el pueblo apto, con conciencia de su destino, ganado a la participación democrática; y por encima de todo, capaz de identificar a sus enemigos: el gendarme, la dictadura.

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Cuando se habla de religión católica, los pesimistas temblaron con los debates sobre la educación laica y el Patronato Eclesiástico. El tema de la educación –muy sensible a los sectores tradicionalistas– ocasionó grandes polémicas como el debido papel del Estado revolucionario en la elección del régimen de ingreso a la educación primaria. El ateísmo, la división de la familia, la credibilidad de la Iglesia: factores históricos que producen terror puertas adentro y que son usados para el combate político contra las novedades de la modernidad democrática.

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A las ideas también se les temió en el Trienio. Por ejemplo, los pesimistas temblaron frente al comunismo; los optimistas, frente al socialcristianismo. Los primeros acusaban, en medio de las tribunas de la Asamblea Constituyente, a los comunistas como los culpables de llevar al país al terreno de la demagogia y la anarquía; los segundos, los tildaban a Copei de ser miembros de las falanges franquistas y fascistas, bebiendo de las doctrinas conservadoras ajenas a la justicia social y a la democracia moderna.
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La propiedad de la tierra avivó los miedos sociales en el Trienio. Los pesimistas cundían en pánico con la idea de una Reforma Agraria que pusiera en jaque la propiedad individual y la conservación de los grandes latifundios en Venezuela; los optimistas, en cambio, propugnaron con energía la idea de las expropiaciones de las tierras ociosas para dárselas a los campesinos explotados. El tema de la propiedad, en fin, alteró los nervios y generó reacciones volátiles en el sistema productivo de este periodo.

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El miedo al golpe militar generó en el Trienio muchos temores. Por un lado, los pesimistas  señalaban a los uniformados como legitimadores del sectarismo adeco, especie de dictadura de la mayoría; los optimistas, decían  lo contrario: había que  alertar al  pueblo para impedir a que los sectores reaccionarios –amparados mayoritariamente por el general López Contreras– llevasen al país al oscurantismo dictatorial mediante conspiraciones cuartelarias.

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Hemos recorrido, amigas y amigos presentes, los miedos sociales más importantes desatados entre 1945 y 1948. Lo hemos hecho argumentando que cada uno de ellos responde a una interpretación subjetiva, capaz de edificar y proyectar un mito de doble naturaleza: el pesimista y el optimista. Más allá de los moralismos con los cuales podamos observar cada rostro, descubrimos que el mito es situacional y que pendula de la mano de las emociones políticas: de un lado a otro conforme a los cambios epocales.
El mito, en fin, lleva a cuestas al miedo: son inseparables históricamente. Mito y miedo como dupla para comprender nuestra contemporaneidad.

Muchas gracias.

CAM, 2015.
Jornadas de Investigación de la Facultad de Humanidades y Educación.
Universidad Central de Venezuela.






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