Jorge Luis Borges: provocación universal
Confieso que empecé leer a Jorge Luis
Borges en el año 2011. Recuerdo que lo hice por recomendación de un amigo;
recibí de este un cuento titulado “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, que más tarde
vine a saber que formaba parte de Ficciones (1944). En una primera
impresión me dio la sensación de adentrarme en algo profundo, misterioso,
trascendental. Advertí que estaba ante un cuento que por atemporal no dejaba de
ser mágico. De allí que lo releí varias veces. El resultado de mi
interpretación no deparó con una idea fija. Me hallaba atrapado; o más
exactamente, perdido en el complejo juego de lenguajes y metáforas. Una maraña
literaria.
Cuando descubrí
los ensayos críticos de Borges esta noción abrió un poco el margen para su comprensión.
En un principio los leía con la finalidad de captar el braceo de su pluma, el
vuelo argumentativo, el manejo del lenguaje. La austeridad expresiva, esa que
José Antonio Ramos Sucre solía practicar con brutalidad. Ignoraba, hasta
entonces, el alcance de la obra borgeana en este sentido. Creo recordar bien
que todo buen escritor comienza con la imitación. En esta faena, quién sabe si
arriesgada o no, me propuse a marcar el ritmo de la prosa de Borges. Lo que
descubrí fue un monstruo de la erudición; no sé si soy ingenuo, pero la
argumentación y las correspondencias literarias e históricas utilizadas por el
maestro argentino son inigualables. Leer a Borges fue, en cierto modo, sentarme
a tomar lecciones de redacción y gramática.
Si en Michel de
Montaigne me asomé al festivo guanteo entre la palabra y el silencio –eso que
él llamaba “sondando el vado a prudente distancia”– en Borges lo hago ante la
inmortalidad. Porque el autor del El
Aleph (1949) es capaz de
aproximarte a vastas regiones literarias, sin distingo de razas y lenguas. No
hay fronteras en el sueño, mucho menos en el tiempo y el espacio. La inmortalidad
en Borges se construye de metáforas; y sus correspondencias filosóficas y matemáticas,
históricas y metafísicas, son como hojas en el bosque que está a punto de
oscurecerse en el vacío del instante. Me sorprendo ante su fuerte enlace
gravitatorio enemigo de facilismos. Una vez tentado, la visión de ti mismo y de
las cosas comienzan a adquirir matices
inapreciables.
De Francisco de
Quevedo, gran poeta del siglo de oro español, Borges escribe: “Como Joyce, como
Goethe, como Shakespeare, como Dante, como ningún otro escritor, Francisco de
Quevedo es menos un hombre que una dilatada y compleja literatura”. [Otras inquisiciones, 2008, p.73] De de
esta caracterización resplandece la imagen del propio Borges: el evocador de
los espejos literarios, el hoyo negro por donde la realidad se hunde para
detonar en otra parte desde la ficción. De Borges lector y soñador, políglota
de los seres que escapan a lo fáctico. Quien lo lee se sabe miembro de una
provocación universal. A veinte y seis años de su fallecimiento desear palpar
su sombra es un acto de soñador. Tal vez sea esa el imán que me sumerja en sus
páginas mediante un misterioso culto que todavía no comprendo.
CAM, 2013