"La tierra tiene un nombre común". Clausura del VIII Festival Mundial de Poesía


Una de las características más valiosas de un festival poético es su carácter de comunión. Los asistentes, reunidos en torno a los versos declamados, disfrutan las revelaciones o los hallazgos insondables de la palabra poética. Recuerdo aquí una de las tantas definiciones del mexicano Octavio Paz sobre la poesía: “La poesía es conocimiento, salvación, poder, abandono…plegaria al vacío, diálogo con la ausencia; oración, letanía, presencia. Exorcismo, conjuro, magia”. Todas estas consideraciones pude palparlas ayer 18 de junio en la clausura del VIII Festival Mundial de Poesía, celebrada en la Sala José Félix Ribas, del Teatro Teresa Carreño.

Convocado bajo el lema “La tierra tiene un nombre común”, el cierre del festival estuvo a cargo de los poetas Mark Nowak (Estados Unidos de Norteamérica), Farruco Sexto, Gonzalo Ramírez, Caroline Nderitu (Kenia), Enrique Hernández D’ Jesús, Ybes Jacques Bouin (Francia), Ledo Ivo (Brasil), Pedro Borges, Xuan Bello (España), y cerrando la jornada, el poeta homenajeado, Reynaldo Pérez Só. El poeta Luis Alberto Crespo, presidente de la Casa de las Letras Andrés Bello, dejó bien en claro el orgullo que representa el cierre de este Festival, que por octavo año consecutivo, recobra trascendencia en el panorama literario mundial.

Bajo el silencio y la oscuridad de la sala, apareció el poeta norteamericano Mark Nowak, franela negra, pantalón descocido; de su boca todos los hallazgos del desespero, el terror vivido en las profundidades de las minas, la reconstrucción poética de la muerte que se lleva a los seres explotados por la miseria, donde la tierra no regala nada sino olvido.

A continuación, el poeta Farruco Sexto, suéter incaico de finos encajes, zapatos deportivos, mirada nerviosa. En los veinte minutos que duró su lectura (para algunos, motivo de insospechada burla) nos trajo los paisajes de la miel conjugado con lo tangible y lo intangible de la vida; la miel que trae el deseo, el combate, el silencio, la memoria, la voluntad, la solidaridad.


Venida de las profundidades de la selva keniana, hermoso pueblo africano, se asoma la sonrisa encantadora de la poetisa Caroline Nderitu. Una verdadera fiesta la que trajo. Una plegaria, pues; la comunión respecto a lo que es la esperanza. Me produjo una gran alegría la gracia poética de esta joven poeta africana. Versos concretos, efectistas, llamativos, dulces. La fiesta de lo negro; la herencia nuestra.

Con la ironía que siempre lo ha caracterizado, se levanta el poeta Enrique Hernández D’ Jesús. Lo de ironía no es gratuito; que lo diga el dueño de la miel conjugada. Pero volvamos a Hernández: versos alocados, entre la vida del Tigre y sus quehaceres. Lo entendí como un cadáver exquisito, donde jugó con figuras, frases, pasajes. Agradable, sin duda.

El escenario pegó un frenazo cuando le tocó el turno al poeta francés Ybes Jacques. La declamación se hizo más profunda, delicada; allí la tesitura de cada vocablo en el idioma de Baudelaire, colaboró en que cada uno de los asistentes prestáramos mucho más atención. La trascendencia de Jacques: la vida efímera, la contemplación de la eternidad. Dos frases me quedaron grabadas: una, “la multitud ciega no es completa”; y dos, “a la vida le gusta lo que estalla”.


Ledo Ivo, poeta brasileño invitado en muchas ocasiones para este Festival, tomó la batuta. Con flux azul y unos converse blancos, lentes grandotes, ademanes de abuelo pernicioso, leyó dos poemas valiosos. En ambos, la infancia retumba. De los murciélagos y los ratones, Ivo nos mantuvo en estricta tensión por su declamación augusta, seria. Hallazgo: “Ciegos los murciélagos como nosotros”.

Luego el joven poeta Pedro Borges apareció en el escenario. Delgado, chiva de meses, pantalón marrón, voz clara, no dejó de saludar a todo el “poetariado”. Los versos de Borges me parecieron livianos, sencillos, de imágenes contundentes. Nos habló del verano, de los pájaros que lo pueblan hasta el fin de sus días, de los ritos cotidianos, de la magia de la vida.

Xuan Bello, poeta español, hizo entrada a continuación. Oriundo de Asturias, Bello trajo las voces olvidadas de los campos donde creció. La memoria andante, como el Quijote y Sancho Panza. La alegría de la tradición que se niega a morir ante lo terrible de las máquinas y del capital. Lo rural; lo provincial. Poemas de verde esplendor; la lejanía de los amaneceres, el canto de los tordos negros ya en vuelo a casa.



En el cierre, a las 7:40 minutos de la noche, apareció el poeta homenajeado. Su nombre: Reynaldo Pérez Só. A primera vista, se me pareció a la sombra de Fernando Pessoa. Cuando se aproximaba al micrófono, en el medio del teatro, sentí la liviandad de su estructura corporal poblado solo de palabras. “Le agradezco a la vida de haberme puesto aquí”, dijo. “Mi poesía, como ustedes saben, es a pedazos”. Y cuando dijo eso, el ambiente de la Sala José Félix Ribas respiró el aura mágica de aquel pájaro nervioso ante la comunión festiva. Toda la sala vibró. Cada palabra dicha por Reynaldo Pérez Só parece ser trabajada con los huesos, en efecto. Cierto temblor en sus alas lo acomodaba más en su frágil existencia. Sentí que lo habitan voces de la muerte; voces que le quitan algo con cada palabra de alquimista. Al encenderse las luces, la eternidad ya no es la misma. Había terminado la comunión poética.


CAM
2011

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