Entre Stanley Kubrick y Ingmar Bergman


Diario personal; diciembre, 2007

He visto tres películas muy interesantes en las últimas 48 horas. Haré aquí el respectivo itinerario; más me vale, por que ayer no escribí una línea por estar bebiendo con mi tío y un primo, un vino chileno que tiene nombre de un cuento de Edgar Alan Poe: El gato negro; con la diferencia de que la botella no utiliza el artículo determinado el en su etiqueta dorada, con letras rojas y negras, surcado por la silueta de un gato con ojos intensos, misteriosos y negros. Las películas que vi –y que a continuación iré describiendo- fueron prestadas por Miguel Dorta, amigo y cinéfilo empedernido.

La primera que saqué del estante cuidadosamente ordenado fue El Beso Asesino. La portada me llenaba de intriga: una figura de un hombre retador; unos guantes de boxeo en posición de combate; a un lado, una chica de cabello claros con mirada angustiante; y, al fondo, la silueta de un hombre con un tabaco en mano, cabello engomado y encorbatado, como si tramara algo... “Esa es tremenda película, Carlos”, me soltó Miguel desde un costado del cuarto. En la parte superior de la carátula el nombre del director: Stanley Kubrick. Me interesé aun más leyendo aquello. Una película magistral, filmada en 1954, en la naciente y fulgurante ciudad de los rascacielos, de calles oscuras y friolentas. Una trama interesante: un boxeador mediocre se enamora de una chica, vecina suya, unidas de una torre a la otra por sus ventanas, entre miradas y deseos. Viene la muerte bailando el mambo de los años cincuenta, con sus balas latinas por medio de las calles sin salidas de la ciudad del Bronx; hay celos y envidias, persecuciones y traiciones; pero hay esperanza y amor dentro de toda la tragedia. Todo unido por los sucintos cuadros y diálogos precisos de Kubrick: nada sobra en cada perfil psicológico. Personaje que mira y se ríe, personaje que se descubre ante nuestros ojos. El Beso asesino es, entonces, una película corta, con buenas actuaciones y un magistral libreto, como bien el maestro Kubrick nos acostumbró.


No para allí la seguidilla de Kubrick. Al lado de esta película que Miguel colecciona con un celo, estaba otro film del director de La Naranja Mecánica. Su título me llamó la atención: El atraco perfecto (1956). Grabada también en la década del cincuenta, está considerada como una de las películas que le dio el empuje definitivo a Kubrick dentro de la crítica mundial. Reuniendo un elenco de actores de primera línea, El atraco perfecto se nos presenta como una historia entretejida bien lograda, y en donde cada personaje va proyectando su carga psíquica insospechadamente. Nuevamente Kubrick va explorando cada sentimiento: la avaricia, las malas intenciones, la anhelada victoria, el miedo ante el gran golpe en el Hipódromo Nacional, todo, todo se explora como una máquina irrefutable. Nada puede fallar. Todos aguardan en su sitio. Armas, llaves, máscara; un caballo y su jinete caen para desviar la atención; un viejo fuerte y luchador arma una trifulca en las taquillas con el mismo fin; cada segundo cuenta en el golpe, sin peles, sin errores. Kubrick explota la emoción de la huida; hace de la persecución una obra maestra, donde cada detalle cuenta para obtener el botín millonario.



Miguel me recomendó otra, titulada El séptimo sello, del director sueco Ingmar Bergman. Ganadora del Premio Especial del Jurado de Cannes en el año de 1957, esta película le dio a mi fin de semana un cierre sorprendente. Increíble metáfora de la vida medieval y su parafernalia oscura. Aquí la esperanza se troca en muerte, además personificada por un hombre de capa negra, un luto que llama la atención en toda la película: resalta por la monocromía de la cinta, por la luz y la oscuridad. Ver la muerte es ver aquel hombre con su capucha al acecho. Y así andaba cuando surgió en la orilla del mar, asustando a uno de los personajes centrales: Antonius Kelso. “Es tu hora y nadie te puede salvar ahora”, le dice la muerte al caballero, con capa cruzada y caballo andante. “Me iré contigo si me ganas en el ajedrez”, le contestó aquel. Y comienza el trajín doloroso.

La duda sobre el destino de la existencia humana es uno de los mensajes más directos de Bergman. La vida es el infierno mismo. El cielo no existe. Sólo el dolor. Las nubes negras cubren todo. La peste negra es su mensajera: Dios la mandó como castigo capital. Herejes y brujas arden en las hogueras. Calamidades y más calamidades se vienen en el camino. Todos morirán. Una lucha insaciable. La partida de ajedrez sigue su paso. Cae un alfil. Cae un Rey. Se aproxima el jaque mate. Mientras, Kelso logra postergar por algunos instantes su hora final. Pero no por mucho tiempo. Se oyen atrás las pisadas mortecinas. El amor y su irracionalidad, la risa de los juglares, la vida de la taberna, por sobre esto va girando la trama pero unida siempre al final proscrito. Y vino y se llevó todo a su paso. Menos a una pareja de juglares y su robusto niño de dos años, menos a ellos que fueron salvado como Adan y Eva, como si fuera un prodigio de Dios o no sé qué de allá arriba o de abajo, y la risa surge, y el beso pinta, y el niño corre en medio de la costa…


CAM, 2007


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