Blanco Fombona: "Los escribí en paquetes de cigarrillos"

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“La necesidad es la madre del ingenio”. Así anotó Rufino Blanco Fombona (1874-1944) en un pasaje de Cantos de la presión y del destierro publicado en Paris (1911). Por órdenes del general Juan Vicente Gómez, el escritor fue a parar a las bóvedas de La Rotunda un año antes. Nadie se imagina qué tanto puede hacer un hombre para saciar su sed por escribir. Blanco Fombona, caraqueño cosmopolita y polémico escritor, amado y odiado por muchos, describe los detalles. En casi un año que duró detenido, escribió tres volúmenes de prosa y uno de poesía, de los cuales no pudo recuperar mucho. Las decomisiones eran constantes. A pesar de todo, el voluntarioso reo encontró la forma de escribir al menos versos. “Los escribí en paquetes de cigarrillos, en cajas de fósforos, en briznas de papel. Sacaba de entre la madera del lápiz el grafito, y este grafito lo ataba con hilo a un escarbadiente”. Generó, por así decirlo, un lenguaje de signos en clave para memorizar lo escrito.  La voluntad lo consigue todo; bueno, casi todo. ¿Qué contenían esas obras decomisadas? Late un dolor en el testimonio; una nostalgia, para ser exacto. “Algunos los corregí como pude. Otros no pude corregirlos. Muchos de los poemas hechos en el destierro no han sido compuestos sino retocados por aquí. En vano intenté reconstruirlos: no lo conseguí”.

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Luis de Camoens (1524-1580) casi pierde su obra Las Lusíadas. Era habilidoso para las letras y hay quien dice que era pariente de Vasco de Gama. Su destino aventurero quizás lo prueba. Eran tiempos donde la corte portuguesa apostaba todo a filisbuteros de oficio. Se trataba de conquistar, de hallar un lugar en el heroismo. Claro, ya sea a través de la esclavitud y el comercio de toda laya… Lo importante es decir que Camoens apostó por cantar la odisea de la expansión portuguesa. Para entrar en el olimpo en el siglo XVI había que navegar. Camoens lo hizo. Más allá del drama épico, está el hombre y lo que se construye de él en la posteridad. Yo prefiero quedarme con la tarde en que Luis de Camoens saltó de la proa para rescatar sus manuscritos en las costas de Mozambique; horas antes de zarpar de regreso a Lisboa, una tormenta apareció como una escena cataclísmica. Eran olas enormes y las piedras mortales de la costa africana hacía crujir la madera del barco accidentado. Allí se lanzó Luis para jugárselo todo: lo escrito. Y lo salvó. Murió pobre y enfermo sin ver su obra publicada, pero aquel salto al mar, aquel rescate, lo salvó. ¿Acaso él lo supo alguna vez? La muerte vino antes que la gloria.

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Hace cuatro semanas tuve un accidente. No se trata de un choque en carro o algo por el estilo. Podría ser más grave; eso depende de quien lea esto. Borré sin querer unos archivos de mi computadora. Al intentar recuperarlos, descubrí que era esfuerzo inútil. Luego de pagar a alguien más capacitado en el área de la informática (una espera de ocho días donde no dormí) me dieron la noticia: no había vuelta atrás. ¿Qué perdí? Tres bases de datos con resúmenes críticos para futuros ensayos; había trabajado en ellos casi dos años; además de eso, borré libros leídos y subrayados, entre muchas cosas más. En un abrir y cerrar de ojos, ya no estaban. Tuve que empezar de nuevo. Aún no me recupero. ¿Por qué tiene que pasar este tipo de accidentes? ¿Cómo recuperar lo que había escrito? ¿De qué forma hallar las pistas y el tono? Se trata de voluntad. De mí voluntad como investigador e escritor. ¿De qué está hecha mi voluntad?

CAM, 2017.


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