El juego de la violencia



Me detengo en la noche del 19 de febrero. Lo hago arrastrándome en la oscurana. Me quedo en las detonaciones de guerra y en los gritos desaforados de los radicalismos. De la desinformación televisiva, tuve que conformarme con la web. Hallé fotos y videos de guarimbas en casi todos los estados del país; y me enteré de otros caídos a manos de los guardias nacionales. El desconcierto generalizado.
            Sabía que iba a ser una noche larga. Y cuando la luna está arriba, el miedo se siembra en las calles. Tal fenómeno ocurre más en Caracas. De repente, sonó una explosión nuclear. Era nuclear porque venía desde el fondo de la tierra. El cielo negro se iluminó con un fogonazo blanco y amarillo. Tembló a dos o tres kilómetros a la redonda. Yo me asomé al balcón de mi casa y lo vi: era el Saturno de Goya en la parroquia El Paraíso. Contradicciones infernales, por supuesto.
            Me llegó el olor a bomba lacrimógena y el de caucho en llamas. Muchos tuits  me confirmaban el suceso. De hecho, del estruendo solo me separaban quizás cuatro cuadras de donde vivo. Luego de él, un silencio aterrador, alimentado minutos después con detonaciones constantes. En el barrio se encendieron las habitaciones. Vi como emergían de las casas las sombras en el estupor de las 12 de la noche. Abajo escuché el estrépito de muchas zancadas sin dueño. Eran unos ocho o diez sujetos. Pude ver que llevaban capuchas. No les vi armas, quizás del miedo mismo en apartarme de aquella vitrina. Se fueron yendo por las escalinatas hasta borrarse en el poste congelado. Los pies me llevaban a un lugar a otro sin yo darme cuenta.
            Las luces rojas y azules, esas de las bocinas que presagian la muerte, inundaron los techos y le dio a la escena el registro de una eclosión abismal. El corazón se me detuvo. El teléfono en la mano me señalaba más noticias del mismo tenor: tipos armados metiéndose en las residencias, hombres armados disparando a diestra y siniestra, otros lanzando gas venenoso, otros linchando y violando. Caos, sí.
            Entendí luego que mi cuerpo y mi alma se disponían a dejarme a merced del terror. Esa parálisis de sentir que matan a alguien como tú. Simple mortal y desarmado, que cae por quítame esa paja. Pura biología y autoconservación, carne y sangre moviéndose y protegiéndose, exponiéndose y sembrándose en el olvido. Momentos de inconsistencia. Pueblo o no, parafernalias que solo la muerte puede destruir con la violencia silvestre. Ella descree de todo, sobre todo de la política.
            De pronto, escuché el llanto de una mujer. Daniela se despertó. Abrió la escotilla del cuarto y ambos lo detectamos. Supusimos que era una madre que lloraba a su hijo herido o quizás muerto. El corazón se aferro a la imaginación. Y cuando eso pasa el horror se mete entre ceja y ceja. Yo quería llorar pero no podía. Quería salir pero no debía. Quería gritar y explotar. Ya sabemos la potencia de las emociones. Pero vivirlas así de cerca, doblemente doloroso. Más bien la vigilia se apoderó. Macabra, podría decir.
            Lo terrible está en esa palabra: guerra. Tuve pesadillas en Irak o Nicaragua, en Palestina o Ucrania, en Chechenia o Somalia. Fueron flashes miserables. Seguidos y perplejos, a quema ropa. Me vi en carreteras solitarias buscando el pan para darle a mi familia. Pisé la tierra desierta de la Venezuela temida. Planifiqué los detalles de los saqueos. ¿Dónde conseguiré el resguardo para mi madre? ¿Dónde para mi esposa y hermanos?
            Sonó la alarma de las 6 a.m. Me desperté con la voluntad de Daniela. Se inclinó en la cama y se desarropó rápido. Calzó sus cholas en la penumbra y salió a darle la cara al día. Todo eso supone el café y el desayuno, vestirse, ajustarse el reloj y los zarcillos, y darme el beso de despedida. Puntual, como las mujeres nuestras. Su movilidad me llevó a seguirla por inercia. Me fui con ella sin levantarme. Y vi el sol y el cerro Ávila donde siempre lo había visto. Allí tuve otro despertar. Lo vi al asomarme a la autopista: el ruido de monstruo furioso pero jovial del tránsito caraqueño.
            Salí a la calle luego de tomarme el primer café. Un perro me ladró y vi pasar a los chamos uniformados al colegio. Me sentí extraño. Como la hormiga que camina a contracorriente. Al bajar más hacia la avenida comprendí que el miedo latía, pero era absorbido por la fiereza de la desmemoria. Vi que la gente solo camina, y que es capaz de borrar los dramatismos apenas amanece. Creo que jugamos a la violencia como los borrachos a las cartas. 
         Quise encontrar a un pueblo en llamas, pero hallé tan solo el movimiento de los cuerpos entre sí. ¿Qué se hizo la guerra? ¿Dónde quedó Saturno? El horror comienza en el tránsito hacia la locura. Nosotros solo danzamos en el laberinto.  Tal vez jugamos a que sabemos la salida. Espero que no sea demasiado tarde. 

CAM, 2014.
Diario

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