Los Beatles: el último cartucho
Muy pocos creían que aquel escándalo desconcertante del 30 de enero de 1969 sellaría, en la calle 3 de Saville Row (Londres), el destino de la banda más grande de la historia. Para otros, se trataba del último estertor de un cuerpo moribundo, ya en camino al sepulcro de la gloria. Extraño es darse cuenta que el final siempre exige algún salto o una mueca rebelde capaz de romper el dolor y la tristeza. Porque toda despedida emite sus lágrimas. Creo que en este caso sobraban: nada ni nadie podía sanar las heridas mortales de Los Beatles (1960-1970).
Rescatemos la palabra “escándalo” asomada líneas arriba; y sumémosla al testimonio de primera mano de Mark Smith: “Yo estaba con mi padre y mi madre. Tenía siete años. Estábamos de compras, escuchamos música y nos acercamos (a Saville Row), que estaba totalmente abarrotada de gente, cámaras de televisión y muchas chicas gritando”. Los riffs parecían emitirse desde el cielo, esparciéndose entre las calles estrechas y gélidas. De pronto, las calles se saturarían, los automóviles se detendrían. Perplejidad que alza la vista para descubrir lo inaudito: la azotea del edificio Apple Records se convertía en el trampolín de los cuatro de Liverpool para ya más nunca más volver.
Hay que enfocarse en la naturaleza de la última chispa entre John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr. Diría que hay una inercia particular. Es como si el cadáver lograra no sólo sepultarse así mismo, sino también elevarse en la memoria latente de la música universal. Un desgano, sí, pero impulsado por la pasión de cuatro sujetos que confiarían, por última vez en vivo, en el jam y el azar del ritmo. Pulsa en aquellas cinco canciones un voto por la magia de antaño: regresar a las raíces de la caverna, colmar el ambiente, enloquecer las almas, esparcir el ruido. De tal manera que el tejado transparentaba la plataforma del final.
En “Get back” (interpretada dos veces) el golpeteo firme de Starr; en “Don’t let me down” la voz reveladora de Lennon que va del crujido a la súplica; en “I’ve got a feeling”, la fuerza de McCartney en las reiteraciones de las estrofas; y en “One after 909” y “Dig a pony”, la genialidad en las cuerdas de Harrison en solos de leyenda. En estos dos últimos temas, logro ver una camaradería perfecta en el cuarteto, donde sonrisas y miradas son cruzadas fugazmente. Resultado encomiable, a saber las distancias personales y los estallidos de los egos a esa altura del partido.
Starr dirá años después: “Si me decepcionó la policía con algo, fue el que no nos arrestara. Hubiera sido genial terminar el concierto en la azotea con un titular” . Los agentes de la Scotland Yard como procuradores del orden público londinense hacían presencia en aquel concierto atípico para colocarle un tamiz especial. En esencia, el último cartucho deseaba desestabilizar la fría sociedad inglesa. Lennon, frotándose las manos y cabellera al viento, dirá irónicamente: “Quisiera darles las gracias en nombre del grupo y de mí mismo. Espero que hayamos pasado la prueba”. La inmortalidad, como sabemos, tiene la respuesta.
CAM, 2012
Rescatemos la palabra “escándalo” asomada líneas arriba; y sumémosla al testimonio de primera mano de Mark Smith: “Yo estaba con mi padre y mi madre. Tenía siete años. Estábamos de compras, escuchamos música y nos acercamos (a Saville Row), que estaba totalmente abarrotada de gente, cámaras de televisión y muchas chicas gritando”. Los riffs parecían emitirse desde el cielo, esparciéndose entre las calles estrechas y gélidas. De pronto, las calles se saturarían, los automóviles se detendrían. Perplejidad que alza la vista para descubrir lo inaudito: la azotea del edificio Apple Records se convertía en el trampolín de los cuatro de Liverpool para ya más nunca más volver.
Hay que enfocarse en la naturaleza de la última chispa entre John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr. Diría que hay una inercia particular. Es como si el cadáver lograra no sólo sepultarse así mismo, sino también elevarse en la memoria latente de la música universal. Un desgano, sí, pero impulsado por la pasión de cuatro sujetos que confiarían, por última vez en vivo, en el jam y el azar del ritmo. Pulsa en aquellas cinco canciones un voto por la magia de antaño: regresar a las raíces de la caverna, colmar el ambiente, enloquecer las almas, esparcir el ruido. De tal manera que el tejado transparentaba la plataforma del final.
En “Get back” (interpretada dos veces) el golpeteo firme de Starr; en “Don’t let me down” la voz reveladora de Lennon que va del crujido a la súplica; en “I’ve got a feeling”, la fuerza de McCartney en las reiteraciones de las estrofas; y en “One after 909” y “Dig a pony”, la genialidad en las cuerdas de Harrison en solos de leyenda. En estos dos últimos temas, logro ver una camaradería perfecta en el cuarteto, donde sonrisas y miradas son cruzadas fugazmente. Resultado encomiable, a saber las distancias personales y los estallidos de los egos a esa altura del partido.
Starr dirá años después: “Si me decepcionó la policía con algo, fue el que no nos arrestara. Hubiera sido genial terminar el concierto en la azotea con un titular
CAM, 2012