"Saluda al diablo de mi parte". Hermanos Orozco. 2011.


No hay una frase más universal que esta: “Lo que haces aquí, aquí se paga”. Mi madre, por ejemplo, que con sus sentencias suele voltear con extrema lucidez la realidad, la pronuncia siempre con un dramatismo rabioso. El asunto visceral de este proverbio suele pasar en un instante de la justicia a la venganza. Es más: en ella los dos términos se entrelazan perfectamente, confundiéndose en una maraña de odio y residuos irracionales. ¿Pero cómo no ser cruel en estos tiempos, si día a día asesinan a seres humanos como moscas? El fenómeno de la violencia, pues, toma terreno; pero también el de la impunidad. Lo peor: hay suficiente espacio en nuestras sociedades latinoamericanas como para ser la próxima víctima. Y no vivir para contarlo.

De víctimas y victimarios, podríamos hablar mucho. No es la idea aquí caer en esos dédalos sangrientos. Mejor dejarle ese trabajo a la excelente película de los hermanos Orozco (Juan Felipe y Carlos Esteban, director y guionista respectivamente) titulada Saluda al diablo de mi parte, recientemente estrenada en Venezuela. Ambos oriundos de Medellín, Colombia, estos jóvenes cineastas apuestan todo al drama implacable, contando con los más altos adelantos técnicos de que se tengan noticias en el mundo del cine actual. El móvil del proceso guerrillero colombiano suele ser un tema recurrente en el discurso cinematográfico contemporáneo; sin embargo, la genialidad y la solvencia del guión y la actuación de sus personajes logran dar otra lectura a un tema polémico en términos históricos, políticos y sociales. Enorme la actuación del laureado venezolano Edgar Ramírez; del peruano Salvador del Solar; y la de Carolina Gómez y Ricardo Vélez, ambos colombianos.

Podemos decir que Saluda al diablo de mi parte es una muestra certera del purgatorio. Allí no se aceptan corazones de terciopelo. No hay lágrimas de cocodrilo. Olvídense de la compasión. Está prohibido la paz y el perdón. Es imaginarse un teatro con marionetas donde los dioses juegan a su antojo. La sociedad colombiana es ese teatro existencial. Las marionetas, los hombres y mujeres, unos secuestrados, otros secuestradores. Ambos, se quitan las caretas en la inapreciable frontera de la vida y la muerte. Lo más probable, es que ese saludo no llegue a su destino. Porque nosotros mismos somos el diablo. Y su contrario.


CAM, 2011

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