John Mayer: la nueva cara del blues


Quien se quede satisfecho con los primeros flashes del premio, acaso más interesado por la lista del record report y las bambalinas faranduleras, es difícil que llegue comprender, ciertamente, el fenómeno musical. Ya sabemos el poder que tiene una estuatilla de un grammy, por ejemplo, para consagrar o hundir a los artistas: la vorágine de la fama, los tentáculos de las disqueras, y para usted de contar la espesura no tan afable del mercadeo de estos tiempos. El consumo desea explotar el ritmo, y si este se agota, lo fabrica como sea necesario para que complete como carne de cañón los anaqueles… ¡Ay de las víctimas!

Pero cuando salió al ruedo musical el guitarrista y compositor John Mayer este fenómeno tan desagradable entró en crisis. Muchos de nosotros supimos de entrada, desde que ganó su primer premio Grammy hace ocho años como artista pop, que este muchacho tenía un talento indiscutible para la creación musical. Lo más escépticos, como es mi caso, bastó para escuchar una sola vez su disco laureado Heavier things (2003) para asegurarme no sólo de la habilidad de Mayer con las seis cuerdas, sino también para desbaratar mi incredulidad. ¿Qué es lo que hace de Mayer un músico genial en estos tiempos donde el ritmo sublime escasea?

Tal vez el propio Mayer, nacido en Connecticut en 1977, nos responda por sí mismo:
“La vida es algo bonito. Haz la maleta. Haz una lista de reproducción. Observa el mundo. No hables. Sólo escucha”. En ese “escuchar” parece estar quizás una de sus normas; ese escuchar pretende la suspensión del alma de los ajetreados sujetos, ora para volar, ora para resurgir, ora para despertar en otra parte. Es lo sutil, en todo caso. Porque si bien Mayer puede producir canciones al más clásico estilo pop, creemos que su verdadero nudo rítmico recae en esa suspensión meditativa de la vida, en ese ritmo donde el dolor y la felicidad se unen en un estado perfecto: el blues. Tal hipótesis, no parecía descabellada desde la primera vez que lo escuché. Creo que no fui el único.


Digásmolo con más énfasis: escuchar a John Mayer es disfrutar del blues en uno de sus más jóvenes exponentes. Su talento innato para componer no esconde la influencia de los grandes guitarristas de este género típicamente negro como B.B. King, Stevie Ray Vaughan, Eric Clapton y Jimi Hendrix; de éste último dice, y valoremos la fiebre con la que este músico define su pasión por lo que hace: “El guitarrista que he llegado a ser se define por mi imposibilidad de llegar a convertirme en Jimi Hendrix”. El virtuosismo de Mayer bebe del corazón, más no de la técnica; esa es la enseñanza que ha aprendido de Hendrix, no sin riesgos, porque desde que cumplió los 13 años no ha parado de tocar la guitarra, persistencia que lo llevó al colapso nervioso algún tiempo. Pero volvamos a lo nuestro: Mayer es blues, y eso es lo gratificante, lo verdaderamente nutritivo de este compositor.

Tal hipótesis la fundamento en el último track de su tercer disco Heavier Things, considerado por muchos como el disco más pop que tiene de los cinco publicados hasta ahora: Wheel. En Wheel, Mayer asoma las mieles del blues: un dardo que patentiza el vuelo del alma, esa introspección profunda del ser que tanto nos gusta, o la divagación del ritmo llevándose consigo todas barreras de la angustiosa realidad. Ese tanteo de guitarra inicial, asoma la primera estrofa: “La gente tiene derecho a volar / y lo harán cuando se comprometan / sus corazones digan ‘avancemos’ / sus mentes digan ‘tengo razón’ / Vamos a avanzar, avancemos”. Los platillos golpeados entre la niebla; el bajo perfecto, grave, nostálgico; y la voz de Mayer ocupando la atención de la rueda, la rueda de la vida…



“Y los aeropuertos lo ven todo el tiempo / donde el último adiós de alguien / se mezcla con la vista de otro / porque alguien está volviendo a casa / en la mano, una rosa”, dice la segunda estrofa. Vaya manera de prefigurar el azar de la vida en los aeropuertos, pero también en la lejana taberna, o en las sillas de la plaza. El adiós supone la llegada; en ambos, el circuito viajero dibuja el salto del hombre fuera de sí mismo para anhelar el cambio: el movimiento constante. A eso le canta Mayer: el milagro de rodar la vida, como dice Fito Páez; rodar la vida por las calles, callados, felices, agotados, ensimismados, esperanzados…

El coro comprueba esto con exactitud: “Y esta es la forma en que esta rueda sigue trabajado ahora / esta es la forma en que esta rueda sigue trabajando ahora / tu no serás el primero / No, tu no serás el primero en amarme”. La meditación poética de Mayer expone así su propósito: la oscilación de la rueda. Es la gravitación de ir a cualquier parte para luego, sin que nadie pueda detenerla, llegar al mismo punto, hondura en la que seguirá meditando en su disco Continuum del 2006 con Gravity. Quien sabe si empujada por dioses o algún hilo cósmico, a eso Mayer no le interesa. Lo más importante es saberse atrapado en esa rueda, para amar y volver amar sin descanso a la mujer deseada o aquella canción de su infancia que tanto lo influyó. Es la rueda impenitente. “No puedes amar demasiado a una parte de ella / Yo creo que mi vida va a volver al amor que di, vuelve a mi…”.

CAM
2011


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